lunes, 30 de noviembre de 2015

Sobre el vacío

Algo falla. No sé el que, pero algo falla. No lo entiendo. ¡Si todo marcha estupendamente! Tengo unos amigos geniales, una familia estupenda, un trabajo de ensueño y tiempo de sobras para mis aficiones. Mi vida social está en su máximo apogeo, ¡en su cumbre! ¿Qué ocurre? Noto que me falta algo. Joder, si se supone que debería ser feliz. Pero ¿qué necesito para llenar este vacío? Si es que, maldita sea, ¡lo tengo todo! Esta incongruencia me está arrastrando a la más ardua pesadumbre. Empiezo a perder el agrado por las cosas que hago. Levantarme cada mañana es una lucha diaria. A cada paso que doy mis pies pesan un poco más. Por favor…

Sobre el vacío. Ese desgraciado hueco que brota en medio de la plenitud y la consume poco a poco. El vacío, cuando la nada subsiste alimentándose del todo. El vacío, cuando la vacuidad ahoga el fuego de la vida. El vacío…

¿Un sentimiento? Quizás. ¿Una emoción? Puede. Qué más da. Está ahí y punto. Un día aparece, sin más. Sin llamar a la puerta se acomoda en lo más intrínseco de tu persona. Te recuerda que todo lo que tienes no es nada. Mero humo. Y te obliga a deambular sin sentido a través de los páramos de la insulsez, en busca del sentido. Pierdes el rumbo. Tus objetivos se confunden. Tus pretensiones, todo lo que querías o dejabas de querer, se vuelve borroso. Las preguntas te asaltan. ¿He sido demasiado materialista? ¿He sucumbido a la superficialidad? ¿Me he separado de mi meta? ¿No estoy llevando la vida que quiero?

     ¿Qué soy?

Ya sé qué es el vacío. Es una alarma. Un desesperado grito de la existencia. Un reclamo. La gran petición: vivir. Sí, sí. El vacío es el maestro que te muestra algo tan grandioso como la propia vida. Te enseña que está mucho más allá de lo que se pueda llegar a concebir. La realidad presente es un sueño. La única verdad es la vida misma. Existir. Nada más. Existir por y para el momento. Soltar las riendas y dejarse llevar por las corrientes de la subsistencia.

     Vivir, y punto.

¿El vacío? Lo pasarás mal. Tratarás de ignorarlo. Con todas tus fuerzas. Y, con todas tus fuerzas, fracasarás. Seguirá ahí hasta que le hagas caso. Le harás caso. Lo pasarás aún peor. Empero después de la tormenta ya no serás la misma persona. Algo en tu mirada habrá cambiado. Tu visión tendrá un alcance mucho más vasto que la del resto de individuos. Serás el conocedor de un secreto único y exclusivo.

     El vacío. La vida que pide vivir.


sábado, 28 de noviembre de 2015

Delfos: Aprende a aprender

Los preceptos de Delfos. No entraré en temas de historia. En otras palabras, trataré directamente la significación de los preceptos. ¿Qué preceptos? Los 147 esculpidos en el Oráculo de Delfos. Unos mandatos que, siendo muy breves, merecen ser analizados con detenimiento. Puede echar un vistazo a la lista completa en este enlace. Siendo tan numerosos, comprenderá usted que no haga un estudio de todos ellos en una sola entrada. En esta empezaré con uno que me ha llamado bastante la atención.

Aprende a aprender. Una primera comprensión superflua concebiría a este precepto como la importancia de ser un buen aprendiz. Aquel sujeto que consciente de su falta de conocimientos se somete a las instrucciones de su maestro, sin cuestionar su metodología. El buen aprendiz es paciente y no conoce la arrogancia. Siguiendo en esta línea, aprender a aprender consiste en asumir la propia ignorancia, en aceptar la necesidad de hacer acopio de los medios necesarios para aumentar los conocimientos y finalmente en cargar con la paciencia suficiente para usarlos.

Es una concepción verdaderamente interesante, sí. Empero me atreveré a ir un poco más allá. Este precepto admite una definición mucho más amplia. Olvidemos el término aprender concebido como la actividad necesaria para ensalzar la propia cultura. En esta ocasión aprender será todo lo relativo al conocimiento tanto cultural como intrínseco y extrínseco. Ello implica que conocerse a uno mismo, por ejemplo, entraría dentro del aprendizaje. Entonces, ¿aprender a aprender, qué es eso? Es aceptar. Es estar dispuesto a reconocer los propios errores. Es tener el valor de no negar (mecanismo de negación) todo aquello que pueda resultar pernicioso. Plantar cara a la realidad y sobrevivir al sufrimiento que tal acción comporta. Aprender a aprender es la lucha en la que el conocimiento vence a la ignorancia. Es el tortuoso camino que lleva a la verdad.

Y usted, ¿con qué concepción se queda?

jueves, 26 de noviembre de 2015

Sobre la muerte del odio

Intentar poner fin al odio con más odio es como tratar de limpiar una piscina con una manguera. No hace falta decirlo: absolutamente inútil. Aun así las personas insistimos en ello. ¡Contestamos al odio con odio! ¿Qué conseguimos? Llenamos aún más la piscina, pero la mantenemos igual de sucia. Entramos en una espiral de aversión. Un bucle. Tú me pegas, yo te pego. Y vuelta a empezar. Tú me pegas, yo te pego. Sembramos sed de venganza. Enseñamos a los nuevos jóvenes a odiar.

Es una especie de dilema de prisioneros. Podemos parar las atrocidades por nuestra parte, pero… ¿y si ellos no lo hacen? En ese caso estaríamos en desventaja. Entonces, ¿para qué arriesgarse? Yo tengo una respuesta para eso. Bueno, yo no. La tiene el huérfano que vio cómo una bomba evaporizaba a sus padres. La tiene esa madre que no volverá a besar a su hijo. La tiene esa chica que presenció cómo las balas atravesaban los cuerpos de sus amigos. La tenían todas esas personas que día tras día se vieron forzadas a luchar para sobrevivir… sin éxito. Personas que por estar en el lugar y en el momento equivocados tuvieron que sufrir un brusco final. Nadie merece algo así.

Podemos cambiarlo. ¿Que nos han atacado? No haciendo nada al respecto su próximo ataque tendrá consecuencias más leves. Eso suponiendo que haya próximo. Oh, y no olvidemos el diálogo. No siempre se está dispuesto a hablar. Sin embargo, logrando el contacto, la comunicación se reivindicará a sí misma como el arma más potente y eficaz, por encima de cualquier otra.

Lo sé, no es tan fácil. Pero ¿vale la pena el sacrificio de miles de vidas por el temor a la dificultad?







“La oscuridad no puede expulsar a la oscuridad: sólo la luz puede hacer eso. El odio no puede expulsar al odio: sólo el amor puede hacer eso.” – Martin Luther King (1929 - 1968)




miércoles, 25 de noviembre de 2015

Música

No pretendo convertir este blog en una página de música. Sin embargo, se trata de un arte que ocupa un gran espacio en mi mente. En consecuencia, me ha surgido la irrefrenable necesidad de compartir una pieza, una buena pieza, que he estado escuchando recientemente, De modo que, sin la menor intención de alejarme de la misiva de compartir escritos y reflexiones, me tomo la libertad de introducir el siguiente tema.


Post-rock: Hammock, Oblivion - My Mind was a Fog... My Heart became a Bomb


Sobre el diario

Percibo como una aberrante mezcla de vergüenza y satisfacción configuran mi estado anímico mientras escribo estas líneas. Nunca habría imaginado que haría un diario, si es que se le puede llamar así: parece más bien un ejercicio de pretenciosidad destinado a demostrar una apabullante colección de palabras que por muy diferentes que parezcan no dejan de transmitir lo mismo. Sin embargo, una especie de orgullo pedante se enciende en mi interior, casi forzándome a teclear letra tras letra. A quién voy a engañar si no es a mí mismo. Esto me gusta. Me gusta escribir. Me gusta elaborar frases complejas en la medida de lo posible, aunque ello conlleve una parcial o total pérdida de sentido. En realidad, no es tan deleznable como parece. No pretendo compartir esto con nadie, así que ¿Qué más da lo que diga? ¿Qué más da cuán arrogante sea? Es más, el hecho de ocultar estos textos transforma la arrogancia que expresan en humildad. Nadie apreciará la calidad de mi escritura por el simple hecho de que no leerán nada de esto. Ahí reside mi modestia.

Escribir un diario. Es probable que usted, estimado lector, ni lo haya considerado. Menuda estupidez, ¿no? Hablar a un procesador de textos. Irrisorio... ¡Un momento! No tan deprisa. Párese a pensar. Enjuicie sus palabras. Eso es. No es tan ridículo como aparenta a primera vista. Analícelo fríamente. En realidad, ¿qué mal hay? El diario es el amigo a quien puede contarle absolutamente todo. Sí, todo. Sin nada de qué avergonzarse. No, absolutamente nada. Sin el miedo, el terror, a ser juzgado. El diario transforma los problemas más graves en absurdas nimiedades. No hay disgusto que se resista al poder de amenizar inherente al papel (o a la pantalla). Y es que la trascendencia de cualquier asunto, una vez escrito, sufre una notable debilitación. 

Ahí no acaba la cosa. ¿Le gusta escribir? A mí sí. El diario es una buena excusa para escribir sobre algo. Diseñar la trama de una novela o imaginar los mil posibles desenlaces de una narración ¿Para qué? ¡Si ya tengo mi propia narración! Se llama “el día a día”. Siempre ocurre algo que merezca ser contado. No necesariamente un hecho. Una reflexión, una idea… todo es válido. ¡Todo sirve! ¿No es increíble? Escribir lo que uno desea. Inestimable.

Un método terapéutico que aligera la carga que nuestras cansadas espaldas deben asumir. Una puerta a la libertad de expresión. La llave de la creatividad, en sus afortunadas manos. El diario.



martes, 24 de noviembre de 2015

Sobre la imparcialidad

Los ejemplos son un fácil medio para proceder con enrevesadas explicaciones. Una apreciable ayuda que nace de la falta de los conocimientos o habilidades literarias necesarias para acometer una argumentación. Trato de evitarlos en la máxima medida de lo posible, pero por lo general acabo decantándome por su uso. A fin de cuentas la sencillez, el camino fácil, no tiene por qué ser castigada con el reproche. El tema que voy a introducir no tiene relación alguna con esta clase de recurso, por lo que uno ya irá deduciendo que el texto precedente pretende justificar el uso de un ejemplo ulterior. 

Ahí va: Sin la menor intención de empezar con un tópico controvertido, pongamos por caso que yo soy un catalán independentista*. No tengo ningún sentimiento nacionalista ni nada por el estilo. Simplemente creo que objetivamente hablando la separación es la opción más favorecedora para la comunidad catalana. Hasta aquí todo correcto. Un día, veo como otros “indepes” queman una bandera española (no sé si se ha llegado a hacer algo así, recordemos que se trata de un ejemplo inventado sin pretensión de polemizar alguna). Como sujeto objetivo que soy, demuestro mi desaprobación ante mis amigos, que desean el mismo futuro para Catalunya que yo. Ante mi sorpresa, me preguntan molestos si de verdad quiero la independencia. Aunque quemar la bandera sea una exhibición de la misiva del grupo, ¿no es acaso un acto inútil e irrespetuoso? Pero oh, claro. ¡Apoya la causa! Bueno, quizá sea una analogía algo extrema. En lugar de la bandera pongamos a un apesadumbrado Artur Mas haciendo el símbolo de las cuatro barras con sus dedos, antes de entrar en el TSJC. ¿Para mí? Una demostración de arrogancia y egocentrismo. Pero oh, claro. Se está sacrificando por la nación. Un verdadero héroe.

Lo que intento decir: Está bien creer en una causa, un fin o cualquier otra cosa. Sin embargo, hay que saber ser objetivos. Imparciales. Todos los caminos que llevan a la meta no son legítimos por ello. Serán legítimos por lo que hagan o dejen de hacer, no por lo que simplemente son. Es vital tener la capacidad para reconocer cuando estamos haciendo uso de la negación. Cuando estamos oyendo o viendo solo lo que queremos, protegiéndonos de todo lo que pueda resultar desagradable. Cuando tratamos a la vía ilegítima como buena, lo sea o no, porque así lo es el fin que esta persigue.

Debemos buscar el camino del medio. Alcanzar las misivas a través de un trazo recto e impecable. No hablo de la perfección, hablo de la ya mentada imparcialidad. Ver lo que hay que ver, libres de influencias o condicionalidades. Abandonar el muro de amparo que es la ignorancia. Y sufrir, sufrir al fin y al cabo. Porque la realidad puede golpear fuerte cuando se emerge de los mares de la inopia. No me mojaré hablando sobre la relatividad de la realidad, eso quizás lo deje para otra entrada.

*Finalizada la entrada, permítame un breve apunte: el ejemplo usado en el segundo párrafo es relativo a un conflicto, si es que se le puede llamar así, presente en Catalunya (España). Si no es conocedor de los diferentes matices que lo componen puede que precise de una resumida aclaración. Catalunya es una comunidad autónoma española, en la que aproximadamente la mitad de sus habitantes desean formar un Estado propio, independiente. Un deseo que España no parece querer concedir, creando un fuerte revuelo entre los independentistas. Las siglas de TSJC hacen referencia al Tribunal Superior de Justicia de Catalunya, al que Artur Mas entró como imputado por efectuar un referéndum presuntamente ilegal. Ello, en mayor o menor medida, le confirió una imagen de mártir, la cual sutilmente critico en el ejemplo. Dicho esto, me gustaría aclarar que no pretendo, en absoluto, manifestarme a favor o en contra del movimiento separatista. Ni mucho menos hacer publicidad de éste. Insisto en que mi única intención es tan simple como ejemplificar lo que trato de transmitir.

lunes, 23 de noviembre de 2015

Los malos días que son... ¿los mejores?


Es curioso: los días en los que mejor estoy, son al mismo tiempo los mejores y los peores. Más que curioso, paradójico, supongo. No es tan estúpido como aparenta a primera vista. Me explico. Considérese un buen día como aquél que presenta una absoluta carencia de preocupaciones, problemas, tristeza y confusiones injustificadas. Y que por el contrario contenga una buena carga de experiencias agradables. Una charla interesante con unos amigos, por poner un ejemplo. Dicho esto, ¿por qué habría que considerarlo el peor? Antes que nada cabría puntualizar la concepción de peor y mejor, sumamente relativa y abierta a ambigüedades digresivas. Los concebiremos como lo haría quien no se para a pensar en el abanico de interpretaciones que exhiben: dándoles el uso habitual y cuotidiano. Bien, volviendo al planteamiento. Un buen día que es el mejor y el peor simultáneamente. ¿En pocas palabras? No se aprende nada. No descubro nada nuevo en los días de supuesto agrado. Puedo pasármelo bien, sentirme feliz, alegre… y vacío. Y es que luego recuerdo los días “malos”. Esos días en los que me doy cuenta de la banalidad de la mayoría de cosas que hago. Esos días en los que me paro a pensar y veo el mundo de otro modo. Esos días que tanto sufrimiento comportan… y tanto conocimiento aportan. Tendré un buen día y me diré “¡Qué feliz soy!”. Pero en mi consciencia, el espacio reservado a la madurez se resentirá impotente.

No aborrezco los días que marchan bien, para nada. A quién voy a engañar, los prefiero mucho antes que esos en los que desearía desaparecer.  Pero suponen un valioso tiempo que, en cierto modo, pierdo. Me gusta progresar como persona. Podría incluso calificarlo como uno de mis objetivos vitales. Las buenas jornadas se alejan de tal misiva, lo que duramente se traduce en una pérdida de tiempo.

La propia existencia

Con el empuje de un inesperado impulso ayer por la noche salí a correr. Absorto en mis pensamientos reparé en que no había cruzado el umbral de la puerta principal en todo el día. Mi cuerpo y mi cansada mente me reclamaban a gritos una merecida acción física. Sin pensármelo dos veces me hice con la compañía de una buena lista de reproducción y obedecí a mis necesidades.

Ayer aprendí algo nuevo. Descubrí que amo a la vida. Que amo poder formar parte de algo tan grande. Que amo poder percibir. Amo poder pensar, hablar, transmitir, recibir, sentir. Es una lástima que no me lo haya repetido con suficiente frecuencia. Concebí esta nueva percepción del todo mientras zancada tras zancada me abría paso entre la oscuridad. Noté como la música embriagaba mi consciencia. Como la sensación de libertad se iba integrando en mi ser. ¡Podía ir a donde quisiese! Creí que podía volar, irme lejos. De repente todos mis problemas se transformaron en absurdas nimiedades. Nada merecía suficiente importancia. Excepto la vida. 

La propia existencia elevada al máximo exponente.

domingo, 22 de noviembre de 2015

Sobre la música

La música. Oh, la música.

Para los días buenos y para los no tan buenos. Para los mejores y peores momentos.

Para amenizar el tiempo. Para aligerarlo.

Para disfrutar. Para soñar.

Para vivir.

La música, una fábrica de emociones. Enseña a sentir. Muestra una concepción distinta de la vida. Una simple pieza puede transformar un estado de ánimo. Una simple pieza… puede cambiarlo todo.

Sin más dilación, me dispongo a mostrarle un tema que espero que resulte de su agrado.

Post-rock: Hammock, Departure Songs - (Leaving) The house where we grew up


sábado, 21 de noviembre de 2015

Sobre la pureza del fin

El vínculo que une la razón con el deber nace de una relación medio-finalidad: para alcanzar un objetivo concreto, hay que actuar de un modo concreto. La razón dicta qué debemos hacer en un determinado contexto para lograr una meta definida, sin tener en cuenta la moralidad del acto. Es independiente de la moralidad, discierne de los gustos, deseos, prioridades, etc. de cada individuo. A modo de ejemplo podríamos presentar una situación en la que un sujeto corre para llegar a tiempo al tren que está a punto de abandonar la estación. Si se entretiene esquivando la multitud, no llegará. Por el contrario, puede optar por empujar a todo aquél que se interponga en su camino. Actuado guiado por la razón, seleccionaría la segunda opción. Si el sujeto la considerase de conducta violenta e inmoral preferiría perder el vehículo y esperar al siguiente.

Relativo a la moralidad, está el emotivismo moral. Éste defiende que nuestra concepción de lo moral se origina en los sentimientos y valores que nos inculcan el resto de personas. Nuestra idea de lo moral está bajo la influencia de los sentimientos éticos, las creencias sobre lo que debemos hacer. Crecemos, por ejemplo, con la idea de que ser generoso es buenoy ser egoísta es malo. Nuestros actos están condicionados por estas creencias morales, el sentido del deber.

Dicho sentido del deber tiene un origen, un fundamento: la empatía. Compadecernos por el débil o el necesitado. La sociedad nos educa de tal modo que ayudar a los demás sea un valor básico para cualquier individuo. Esto significa que sintamos que debemos auxiliar a alguien o no, nuestra creencia moral nos obligará a auxiliarlo. Aun así, sin sentirlo, no estaríamos actuando moralmente. Únicamente estaríamos respondiendo al sentido del deber. Solo cuando de verdad actuamos por los demás sin ningún tipo de interés propio estamos siendo morales. Ofrecer dinero a un mendigo para sentirse mejor no es un acto ético, o al menos completamente ético: presenta un medio, que es ofrecerle el dinero, y un fin, que es la propia satisfacción. Solo si el objetivo fuese “por él” sería una acción realmente moral.

Hay una especie de acuerdo tácito, sobreentendido, para definir qué es lo que está bien y qué mal. Para definir que ser generoso es mejor que ser egoísta. Esto se debe a que hemos observado que es así como mejor nos va.


Estimado lector

Estimado lector,

le invito a hacer uso de su visión crítica y experimentar la libertad de dar su opinión en tanto que le plazca.

le invito a ridiculizar o bien a magnificar el contenido de mis textos.

le invito a criticar hasta el más ínfimo detalle de mis escritos.

le invito a formar parte de este proyecto,

que espero que sea de su agrado.

Gracias

viernes, 20 de noviembre de 2015

Sobre la ignorancia

Sobre el sufrimiento que conlleva el conocimiento y la felicidad que brota de la ignorancia. Ignorancia concebida como falta de conocimiento y conocimiento entendido como la fiel percepción de la realidad: la verdad (entiéndase, pues, que no es referente a la cultura). “La ignorancia es la clave de la felicidad” (desconozco el autor de tal cita). ¿Ignorar y ser feliz, o conocer y sufrir? Una elección que lamentablemente no llega a presentarse a todo el mundo. La mente poco madurada no reconoce que, inconscientemente, muchas veces uno ahoga el dolor en un mar de patrañas. Lo que crea un falso entorno, un mundo falaz. Un agradable cuento de hadas. Se trata de algo logrado gracias a un mecanismo conocido por el nombre de negación. Llamemos pues, negación, al amplio abanico de posibilidades al que accede el individuo que opta, tanto voluntaria como involuntariamente, por poner fin a una realidad que arrastra un excesivo dolor para su fortaleza intrínseca. Dichas posibilidades pueden ser la mentira, el acusar a otro, etc. No es oportuno mencionarlas. El caso es que el producto de la negación suele ser la felicidad, derivada de la falta de sufrimiento. Felicidad definida como un estado duradero de alegría. Una significación algo pobre para un término tan grande, pero adecuada a la situación.

Por otro lado, tenemos la elección de no engañarnos a nosotros mismos. La peligrosa opción que sólo puede escogerse conscientemente: el conocimiento. Al menos en mi entorno social, está notablemente mejor visto que la negación. Pero, ¿Por qué? ¡Si conociendo se sufre! ¿Por qué iba a ser mejor? Aun poniendo el caso de que se superase el pesar inherente a la aceptación de la verdad, no debería ser mejor. Las vías de la ignorancia y el conocimiento llevan a la felicidad, pero la segunda es mucho más enrevesada y no siempre encuentra el final de la ruta. Es que, simplemente, no es eficiente decantarse por la segunda. Sin embargo, cabe recordar que a veces lo que importa no es la meta, sino el camino.

Las vías de la ignorancia y el conocimiento llevan a la felicidad, pero la segunda es mucho más enrevesada
Si decido ignorar y ser feliz, ¿acaso no estoy recorriendo el camino fácil? No me aportará nada. Seguiré siendo el mismo del principio al fin. Habré alcanzado la cima de la montaña… sin subirla. Pongamos que por el contrario me arriesgo a conocer. Asumiré de pleno el golpe de la realidad. Circularé por los senderos más tortuosos e inciertos. Pero una vez haya acariciado la cima, mis manos ya no serán las mismas. Seré otra persona. Habré cambiado. En menor o mayor grado. A peor o a mejor. Pero llenaré mi vida con algo: la verdad. Y es que las mentiras no son más que humo, incapaz de colmar un vacío.

Existe otro punto de vista que aborrece la negación. Puntualizo que no puedo permitirme atribuirme su deducción: me lo comentó un amigo. Dice así: el que busquemos la realidad en lo que nos rodea lo hacemos como un fin en sí mismo, no por lo que nos pueda aportar. Una oración que no precisa de explicación alguna, de modo que así lo dejo.

Vivir no es cazar una meta, vivir es luchar por ella (siempre y cuando olvidemos la concepción existencialista de vivir).

Entonces, ¿ignorancia o conocimiento? Usted elige.


Sobre perder el tiempo

"Matar el tiempo no es un asesinato, es un suicidio". Es una oración que tengo bien grabada en la cabeza. No, no es mía. 

Perder el tiempo. Carece de necesidad recordar cuán relativa es esta expresión. ¿Qué es, en realidad, perder el tiempo? Si el tiempo ni siquiera existe. Yo lo consideraría una cuenta atrás. Llegado el momento nuestra existencia física se reducirá a cenizas. Sabemos que ocurrirá pero hacemos la vista gorda. No valoramos adecuadamente la gravedad de esta previsión. De hacerlo, más de uno no tardaría en aprovechar su tiempo restante de otro modo. Lo siento, parece que ya estoy divagando. No pretendía hablar de la fugacidad de la vida. Otro día, quizás. Como decía: ¿Qué es perder el tiempo? Vivimos en una sociedad sistematizada de tal modo que todo lo que se desvíe de tener estudios, obtener un trabajo y formar una familia es perder el tiempo. Viendo una película estoy perdiendo el tiempo. Jugando a un videojuego estoy perdiendo el tiempo. Un segundo. Que alguien me explique por qué. Ah, que no me ayudará a ser un mejor abogado. Ah, que no tendré futuro. Pero, ¿de qué futuro hablamos? ¿Del que ha tenido mi padre? ¿Mi vecino? ¿Mi tío? Porque yo veo lo mismo en todos los sitios. Estudia, trabaja, envejece, fallece. Claro, basándonos en esto jugar a un videojuego es escupir a la vida misma. 

Hagamos una cosa. Viajemos a un antitético mundo paralelo donde la sociedad no esté orientada a la sociedad. Donde vivir no signifique escalar posiciones en los estratos sociales. Que ser alguien reconocido, tener méritos, posesiones o coleccionar amigos como si de cartas se tratase no sea algo notable. Donde la sociedad no esté orientada a la sociedad, sino a la vida. Que la máxima, el objetivo, el camino, sea disfrutar de nuestra corta presencia en la Tierra. Hablo de que seamos nosotros mismos quienes decidamos nuestra propia meta. Perder el tiempo será todo aquello que se aleje de ayudar a cumplirla.

Mi meta es disfrutar de la vida como ésta se lo merece. Reconocer mis pasiones y actuar concorde a ellas. 

Apagar las luces. Estirarme en la cama. Ponerme los auriculares y cerrar los ojos. Para mí esto es vivir

Quiero formar parte de este sistema. Quiero ocupar el lugar que me corresponde en esta corrupta sociedad. Pero lo haré a mi manera.


Sobre la confusión

No es fácil explicar cómo se da el paso de la más ridícula alegría al más oscuro estado de pesadumbre. Es, como poco, incoherente. Una sombría brizna de incomprensible tristeza nace sin avisar y antes de darte cuenta el pesimismo se apodera de tu ser. No estoy hablando de una flemática y previsible evolución anímica. Ya lo he dicho. Estoy hablando de una especie de suceso anónimo que ignora los parámetros de la lógica. Penosamente trato de describir como en un simple y estúpido instante se sucumbe a la más desesperante confusión. Ingente es la incredulidad que acompaña la sorpresa de presenciar el desplome de la realidad envolvente. Lo que parecía deja de parecer. La subjetividad ahoga a una impotente objetividad, que en su último suspiro abre las puertas de la vacuidad y la insulsez. La consciencia se resiente, desamparada en un abismo de inopia que no conoce fondo. Los raíles de la cordura abandonan el pasado y el presente, eliminando cualquier vestigio de su verosímil existencia. El pensamiento, ya en completa solitud, deambula sin rumbo por un vasto mar de dudas. Un simple y estúpido instante. Todo aquello que ingenuamente asegurabas. Todo aquello que creías saber. Todo lo que pensabas que eras. Todo pasa a ser nada. Y entonces te precipitas. 

No entiendes qué ocurre. No comprendes el cómo o el porqué. Al fin y al cabo sigues ahí, respirando. Ves las mismas cosas, oyes los mismos sonidos, sientes el mismo tacto. ¿Qué? ¡¿Qué está fallando?! Esa incertidumbre, esa extraña confusión te advierten de que algo ocurre. Y es ese paradójico saber sin saber que te arrastra a un indeseable desánimo. La introversión no tarda en guiar tus actos. Tu mirada traba amistad con el suelo. Cada paso que das parece que vaya a ser el último. Cada idea que brota de tu pensamiento se pierde en un laberinto de emociones sin sentido. 

Cada minuto que pasa estás un poco más cerca de la muerte y un poco más lejos de la vida. 

Una prueba de valor, un examen de fortaleza. De eso va la confusión. De hundir a los más débiles y ensalzar a los más fuertes. Los débiles se dejan abrazar por la autocompasión. Los fuertes vencen el miedo y escalan las paredes que encierran los últimos resquicios de su humanidad. Reordenan el manojo de pensamientos contradictorios. Recolocan los carriles de la cordura, listón a listón, si es necesario. Redescubren su propia consciencia. Y entonces emergen.

 

Hola

No me llamo Umberto Alberto.

No soy nadie ni nada.

Sólo una voz perdida en la red.

Puede que mis textos sean un reflejo de pretenciosidad. Puede que no. Puede que no importe.

Escribo. Eso es todo.

Bienvenido