sábado, 26 de diciembre de 2015

Sobre el arte comercial

El arte comercial. Ese cóctel de elementos que uno encuentra en una obra, como bien puede ser una película, que con una descarada falta de sutileza busca embelesar a la audiencia. ¡Eso es todo! Atraer a las masas. ¿Aportar algo al arte? ¿Transmitir un mensaje? ¡Para qué! Mejor juguemos con los sentimientos del espectador. Démosle lo que quiere. Eso, entretengámoslo. ¡Y ya llegará el dinero!

Compensaré la falta de precisión de las líneas precedentes con un lenguaje algo más técnico. Como uno ya habrá observado alcanzado este punto,  la entrada trata sobre las producciones comerciales. Considérese producción comercial aquella obra perteneciente a cualquiera de los siete artes (arquitectura, escultura, pintura, música, danza, literatura y, el más reciente, el cine), cuya pretensión no va más allá de causar un fuerte impacto en las masas. Dicho esto, cabe resolver una duda que surge en primera instancia. ¿A caso se diferencia una obra comercial de cualquier otra obra? Cierto es que, a tenor literal, no. Al fin y al cabo, si escribimos un libro, será para publicarlo, ¿verdad? Si un cantante invierte horas y horas en un álbum, ¿no sería incoherente que no lo divulgase? Sin embargo, conviene señalar una colosal, y no siempre apreciable, desemejanza. La pretensión del autor

Permítanme una esquematización del asunto para facilitar su explicación. Siendo estrictos, encontramos dos tipos de obras artísticas: las comerciales y las no comerciales. Las tijeras que crean la mentada dicotomía nacen de la pretensión del autor. Ésta también es susceptible a una división. Las obras comerciales se asociarán a aquellos artistas cuya intención sea obtener el reconocimiento más amplio posible, así como el dinero y fama que ello acarrea. El artista comercial tanteará los gustos del público potencial y tratará de efectuar una producción que se ajuste a ellos en la medida de lo posible. Nada, absolutamente nada que ver con el no comercial. A nuestro querido artista no comercial le será indiferente el gusto del espectador. En ningún momento considerará la opción de hacer una obra con el fin de obtener dinero. El productor no comercial es aquél que hace lo que hace porque quiere. Porque le gusta. Y punto. ¡Si tiene éxito bien; si no, también!

Siendo críticos, el objetivo del autor no debería tener relación alguna con la obra. Si ésta es buena (pido disculpas por el uso de una palabra tan ambigua) no dejará de serlo por las “malas intenciones” de su creador. No obstante, no puedo evitar sentir una fuerte necesidad de alejarme de toda producción comercial. No me malinterprete. No soy ese esnob que se considera especial a sí mismo por tener un gusto aislado de las masas. Tengo mis razones. En mi opinión, están arruinando el arte. Empobreciéndolo. Es triste ver como un cantante con talento traiciona a la originalidad, arrastrado por la fama y el dinero. Es triste ver como el arte se atasca en una etapa en que abundan las similitudes entre producciones. La innovación brilla por su ausencia, y no parece ser algo que desagrade a la mayoría de la población. Un factor que advierte una sociedad de mentalidad cada vez más simple y menos exigente.

Una sociedad de mentalidad cada vez más simple y menos exigente.
Antes de dar el tema por concluido, me permitiré la introducción de un fácil ejemplo. Más claro imposible: el reggaetón. Desconozco si este género musical ha tenido algún momento de lucidez u originalidad a lo largo de su vida. Lo que sí sé es que las canciones que actualmente lo están haciendo popular entre el público joven no hacen ademán alguno de diferenciarse de sus predecesoras. El ritmo igual, el estribillo parecido y… la letra, oh la letra. En su gran mayoría hablan de lo mismo: mujeres. Las ponen en un pedestal. ¿Bien, no? Un momento, me olvidaba de algo. Antes de subirlas al pedestal las convierten en meros objetos de deseo. No suena muy bien, no. Sin embargo, parece que a sus oyentes sí les suena bien. Me repito: Es popular. ¡Popular! ¡A la gente le gusta! No me lo explico. Bueno, en realidad sí. ¿Recuerda cuando hablaba de una sociedad de mentalidad cada vez más simple?

Cuando busco emociones en la música escucho esto.  


jueves, 17 de diciembre de 2015

Sobre la confianza (recíproca)

El título que encabeza esta entrada no deja espacio a la intriga. Usted, sin duda un lector avispado (nótese el masculino gramatical como uso no sexista de la lengua), ya habrá intuido el contenido de las siguientes líneas. Probablemente palabras como “honor”, “lealtad” y “entereza” no hayan tardado en aparecer en sus pensamientos. De ser así, le interesará saber que no va del todo desencaminado. Sin embargo, no tengo pretensión alguna de adentrarme en la relativa y siempre discutible importancia de los valores. Esto se trata de una invitación.

Sí, calificar a un texto de tono ensayístico y/o reflexivo como “invitación” da la impresión de que tal denominación no es más que un pobre intento de buscar originalidad. Proseguir con la lectura bastará para comprender cuán oportuno es su uso en este contexto. Menuda digresión. ¿Por dónde iba? Ah, eso de la confianza recíproca. Responder a la confianza (entendida como la fe que uno tiene en el prójimo) con confianza. Si tú confías en mí, yo confío en tí. Si tú confías en mí, te daré razones para que sigas haciéndolo, o no te daré razones para que dejes de hacerlo. Tal como comentaba en una entrada anterior, tengo la ingenua creencia de que el fomento de la confianza ayuda a construir una sociedad mejor. En base a esto, que ésta clase de fe sea recíproca deviene un factor imprescindible. Traicionando la confianza de alguien estamos enseñándole a ampararse en el recelo. ¡Estamos transformándole en desconfiado! Con cada falta de esta índole el colectivo humano da un paso atrás.

Como decía, esto se trata de una invitación. Una invitación a que cada vez que juremos o prometamos algo instauremos un vínculo, sólo quebrantable con el cumplimiento de nuestra palabra. Una invitación a dar razones para ser depositario de la confianza del prójimo. Una invitación a anteponer la confianza a nuestros intereses

Si aceptamos la petición de alguien que nos pide vigilar su bicicleta por un momento, no huyamos con ella.

Si prometemos llegar a casa a cierta hora, sólo un evento de fuerza mayor debería impedirlo.

Si decimos que haremos algo, hagámoslo.

Nada que ver con hacer el bien o el mal. Nada que ver con ser mejores o peores personas. Es relativo a ese momento en que consciente o inconscientemente echamos a la confianza de nuestras vidas. Dejamos de valorarla. La asesinamos. Es en ese preciso instante en que dejamos de ser humanos. Abandonamos la humanidad para convertirnos en simples seres vivos aferrados a la supervivencia.

No negaré el aire pesimista que acompaña este escrito. Y debo reconocer que soy algo duro con la conclusión. ¡Perder la humanidad! Menudo atrevimiento, ¿no? Sin ánimo de retractarme, acepto introducir una puntualización: la pérdida de valor (individual) de la confianza es gradual. No nos convertidos en animales en un instante, nos convertimos en animales en el instante en que el valor que le otorgamos es nulo.

martes, 15 de diciembre de 2015

Yo sólo sé que no sé nada

Bastaría con una simple cuestión para hacer temblar los cimientos de nuestras creencias. Una pregunta bien formulada tiene capacidad suficiente como para hacernos dudar de algo que aparentamos saber. De tal afirmación se puede extraer que nunca sabemos enteramente lo que decimos al emplear las grandes palabras. Sócrates apoyó este principio de un modo práctico. Acusado de disgregar a la población, era capaz de crear hesito allí donde no lo había, mediante los vocablos adecuados y un simple interrogante. De esta disposición a la duda nació el “yo sólo sé que no sé nada”. Un breve estudio de este conocido enunciado puede llevar a una dicotómica significación del saber. Por un lado, encontraríamos a la que Sócrates, presuntamente, se refiere: el saber concebido como conocimiento. Empero dicho está que en este ámbito no podemos conocer con absoluta certeza. El otro posible concepto ni siquiera tiene una presencia implícita. Sin embargo, se va formando al tiempo que progresa el análisis de la frase citada. Y es que su autor nos invita a entender el saber cómo la reflexión. El mecanismo mediante el cual aprendemos a interpretar nuestro "propio mundo", alejados de preceptos sociales o culturales. Un mecanismo que induce a descubrirse a uno mismo como individuo. 

Ser conocedor de la propia ignorancia afecta a las interacciones con el resto de la sociedad. Cuando uno descubre que en realidad no sabe nada, difícilmente podrá mantener una conversación sin sentirse irónico. El ser consciente de que cada afirmación que haga puede ser hundida por una simple cuestión le obligará a hablar más allá de su sinceridad. No podrá discutir sobre el grado de justicia de un hecho, pues será conocedor de la relatividad del asentimiento final o conclusión. No existe justicia absoluta, entera o incondicional. Sólo hay justicia relativa. Sólo hay un punto de vista mejor argumentado que otro. Si algo se puede discutir, es que no existe un resultado definitivo que se decante a favor de un punto de vista u otro con absoluta certeza. Toda sentencia que se pueda hacer será relativa. Únicamente aquello que es verdaderamente absoluto no puede ser debatido


jueves, 10 de diciembre de 2015

Un poco de piano

¿Cómo explicar la sensación que imbuye esta composición? Serenidad, tranquilidad, sosiego, calma. Parsimonia. Chopin.
No veo el por qué del empeño en tratar de describir un arte, la música, con otro, la literatura. La música se describre por sí sola. Compruébelo usted mismo. Déjese llevar.

Y ya puestos, eche un vistazo a esta pieza, algo más violenta. Beethoven.



martes, 8 de diciembre de 2015

Esa maldita idea

Permítanme compartir un fugaz relato cargado de incoherencia.

Todo… todo, ¡sí todo! Todo empieza con una simple idea. Estás con tus cosas, ocupado, haciendo quién sabe qué y de repente… ¡Bum! Se acabó. Sí, se acabó. Fin de la historia. Esa idea, oh, esa maldita idea. Ya se ha metido en tu cabeza. Se ha adentrado en tus entrañas. Se ha apoderado de tu persona. Ingenua, ciega víctima estás hecha. ¡Cómo no pudiste darte cuenta! El abismo, el abismo se agranda. Dejas de distinguir qué hay bajo tus pies. Y es que por mucho que te esfuerces sólo ves oscuridad. Vacío. Súbitamente te precipitas en una interminable caída. Inconsciente de tu letal ignorancia prosigues con tu anodina y monótona vida. Pero… ¡sorpresa! Ya no es tu vida. Le pertenece a la idea. Oh, esa maldita idea. Tarde es cuando percibes lo que está ocurriendo dentro de tu cabeza. Levantarse cada mañana, tomar el desayuno, ir a trabajar, almorzar, cenar, dormir. Ya nada es lo mismo. El frío, el calor, la lluvia, el sol, las nubes. Ya nada es lo mismo. Sucumbes al horror, a la desesperación, a la desolación, a la insulsez, a la vacuidad. La nada se apodera de tu mirada así como esa maldita idea, ¡oh esa maldita idea! se apropia de tu persona. Eso, de tu persona. ¿Recuerdas que significaba aquello? Lo siento amigo, ya es tarde para ti. Para nosotros.

lunes, 7 de diciembre de 2015

Sobre la confianza

Nada se alejaría más de mis pretensiones que realizar una crítica a la sociedad. Sin embargo, es probable que, ya sea implícita o explícitamente, acabe haciéndolo. Por ello, pido disculpas de antemano. La confianza. Primero limitemos la significación de este término. En este caso sería atinente entenderlo como la fe, la esperanza, que se tiene en el prójimo. Esa ciega e infantil credulidad establecida en primera instancia hacia cualquier individuo, sin distinción por sus apariencias. Bien, iré al grano. Esta concepción se asocia, comúnmente, a gente boba y candorosa. Y sí, puede que en numerosos casos se trate de una atribución acertada. No obstante, dista de ser una generalización mínimamente aceptable.

Existen dos fundamentos, excluyentes el uno del otro, que pueden formar a un ser como confiado. Por un lado tenemos a ese feliz sujeto que experimenta su peculiar plano existencial cargado de colores, vida y alegría. Hablo del ignorante que habita en su propio “cuento de hadas” gracias al hecho de desconocer los “males” que acechan el mundo real (por un momento tratemos de olvidar la amplitud del término “real”). Unas pocas líneas atrás decía que la asociación de ser confiado con gente boba y candorosa puede ser acertada, en ciertos casos. Este es uno de ellos. Ese tipo que simplemente es incapaz de desconfiar. En él encontramos el primer fundamento: la ignorancia. Por otro lado, descubrimos al incauto que después de apelar a la verdad (concebida como falta de autoengaño) se decanta por la confianza. Es consciente de la realidad intrascendente de la que forma parte. Ahí se destapa el segundo fundamento: la lúcida elección.

No diré nada nuevo: vivimos en un mundo en el que es difícil establecer vínculos fiables con el resto de personas. Las pretensiones de los demás suelen ser difíciles, por no decir imposibles, de adivinar. Y ello nos lleva a dudar. ¿Me estará engañando? ¿Y si no es quién dice ser? Llegamos a desconfiar de cada sonrisa, de cada gesto, de cada palabra. Es más, creemos que estamos legitimados para ello. ¡Y no sin razón! No hay nada más desagradable que tropezar dos veces en la misma piedra. Cuando la fe se materializa en esa piedra, no dudamos en esquivarla. Es natural, el tratar de no recaer en los mismos errores. Uno se acaba hartando de todo el sufrimiento derivado de la confianza. De los engaños, de las mentiras, de las falsedades. Y decide encerrarse en el amparo del recelo. Lamentablemente, a raíz de esa decisión, la materialización de la confianza en la piedra adquiere un carácter permanente. Ello conlleva un flemático arrastre a una sociedad donde confiar es visto como un error.

No suena muy bien, ¿verdad? Por fortuna tenemos a nuestro alcance un instrumento para cambiarlo. Disponemos de un aliado para poner fin al imperio de la desconfianza: la confianza.

Un momento. Si ya hemos visto que creer en los demás no aporta ninguna clase de beneficio individual, ¿para qué íbamos a ponerle fin? Permítanme una ilusa e inocente respuesta: Por la sociedad. Por un mundo mejor. Por la humanidad misma. Porque somos un colectivo. Porque no en vano vivimos en comunidad y no en aislamiento. Imagine por un momento una utópica sociedad en que el acaparo de la confianza fuera tal que se incluso se anulase a sí misma. Un mundo donde el concepto de confianza alcanzase tal nivel de integración y absolutidad que, simplemente, desapareciese*.

El que es confiado por elección propia no es un bobo. Es uno de los valientes que aún no se ha rendido en la lucha por ese sueño llamado confianza.


*Léase una breve explicación para facilitar la comprensión de lo dicho: Si viviésemos en un mundo donde todo fuese bueno, donde no hubiese Mal alguno y solo existiese el Bien, éste dejaría de existir, pues no podríamos reconocerlo. A falta de Mal (o desconfianza), no podríamos ver el Bien (o confianza) como tal. Si todo fuese bello, lo bello se convertiría en normal, y por lo tanto la belleza dejaría de serlo como tal.

viernes, 4 de diciembre de 2015

Sobre el egoísmo

Una raquítica línea separa la generosidad del egoísmo. Tan delgada es que su percepción se hace casi imposible. Sin embargo, la distinción entre ambos términos debería ser muy sencilla. Veámosla más de cerca, por si acaso. A ver. Generoso es aquel que sobrepone los intereses de los demás a los suyos. El egoísta antepone los suyos a los del resto. Con una interpretación literal caeremos, indefectiblemente, en la equívoca conclusión de efectuar una azarosa dicotomía. El desafortunado error de crear dos grupos de individuos: los benévolos generosos y los retorcidos egoístas. Simplemente, no. ¿Acaso siempre que antepongo mis intereses estoy siendo egoísta? Con el soporte de una breve reflexión y en base a (disculpe la insistencia) una interpretación literal, la respuesta se hace más que obvia. Un ejemplo ayudará a apreciar la mentada evidencia. Digamos que el Sr. A tiene mucho interés en mi coche y me lo quiere comprar por un euro. Por fortuna, el sentido común no me abandona y me niego. Antepongo mi interés de conservar mi estimado vehículo al del Sr. A, de hacerse con él. ¿De verdad estoy siendo egoísta? Por definición, y por muy risorio que parezca, sí. No hace falta decir que comúnmente se aceptaría lo contrario.

Aclarada la significación literal, me centraré en la verdadera misiva de esta entrada. Tener el atrevimiento de adentrarme en la moral es inherente a dicho objetivo. Y es que lo que en realidad pretendo comentar es la popular asociación del egoísmo con la mezquindad, la iniquidad. Con todo lo malo que se pueda atribuir a un individuo. Puestos a poner ejemplos, daré inicio a este controvertido tema con uno. Esta vez se trata del Sr. B, un pobre vagabundo. Me lo encuentro en mi camino a casa, volviendo de una cena. ¡Vaya! Parece que me además de haber comido estupendamente me ha sobrado un euro. ¿Qué hago? Otra vez, lo mismo de antes. Puedo dárselo y ser benévolo y generoso. O bien puedo guardármelo y ser retorcido y egoísta. ¡No! Se puede enfocar de otro modo. ¡Hay que enfocarlo de otro modo!

Tanto es que yo tenga una economía limitada o sea espantosamente pudiente. Tanto es que se trate de un céntimo como de mil euros. La cuestión, la esencia, es si me siento inclinado o no a cometer la donación. Y eso es relativo a mi persona. Concierne a mi personalidad, mi estado anímico, a la historia que me ha llevado a ser quien soy. El grado de generosidad de una persona se manifiesta en sus actos, pero se sienta en su naturaleza. Bien es sabido que las apariencias engañan. No entra en la capacidad de nadie la facultad de juzgar acertadamente a alguien, en base a sus actos. En otras palabras: no es posible observar el nivel de generosidad en las actuaciones manifiestas. ¿Qué nos queda? La naturaleza. Allí residen sus cualidades como individuo. Recordando el carácter verosímil de los actos, se trata de un aspecto irreconocible, imposible de estudiar, a los ojos de quien sea. La alteridad de los demás se escapa del campo perceptivo de los sentidos.

El grado de generosidad de una persona se manifiesta en sus actos, pero se sienta en su naturaleza

¿Conclusión? Si le doy la limosna sin sentir la pura pretensión de hacer tal cosa estaré actuando generosamente, pero no siendo generoso. Seré lo que la sociedad quiere que sea. O más bien estaré actuando como la sociedad quiere que actúe. Estaré sucumbiendo a los efectos de la educación social. Quizás, candorosamente, me crea mejor persona. Claro, ¡habré cumplido con mi deber comunitario! Eh, no tan deprisa. No confundamos términos. No metamos “tarea” y “generosidad” en el mismo saco.

Entonces, ¿es correcto discriminar al egoísmo? Para discriminar es ineludible seleccionar algo como objetivo. Como se ha dicho, el verdadero egoísmo es irreconocible, pues habita en la invisible alteridad. En consecuencia, se hace imposible discriminar algo que no existe. Correcto, no correcto… da igual. Simplemente, no se puede. Como es de esperar, a los ojos de una educada sociedad, la respuesta sería sí. E incluso no teniendo en cuenta inaccesibilidad de la alteridad, seguiría siendo una contestación incorrecta. Recordando el ejemplo, si opto por no dar el euro, estoy siendo egoísta frente el colectivo. ¡Pero si el colectivo no sabe nada de mí! Resulta que la semana pasada doné medio millón de euros a favor de la lucha contra el hambre. O parece que acabo de sufrir una terrible tragedia y he dejado de lado mis principios e inclinaciones morales. El error de juzgar sin saber.

No es que no exista el egoísmo (o la generosidad), es que no se puede observar con absoluta certeza. Y puntualizo con “absoluta” porque sí es aceptable formarse una idea a partir de la colección de pequeños detalles. Los actos no nos definen, pero pueden sugerir quién somos en realidad. Una sugerencia lejos de ser decisiva, pero que puede dar la mentada idea. A modo de síntesis: no podemos sentenciar el nivel de egoísmo en un sujeto, pero sí sospecharlo.

martes, 1 de diciembre de 2015

Detrás de cada hecho hay una historia

Detrás de todo hay una historia. No juzgues si no la conoces. Esta afirmación debería ser un precepto imperativo en la sociedad contemporánea de la que formamos parte. No hace falta decir que, lamentablemente, no lo es. Juzgamos en exceso. Por la ropa, el físico, la voz, la expresividad, los conocimientos, la listeza e incluso el modo de andar. Vivimos en un mundo en que cualquiera puede cualificar a alguien con el adjetivo que se le antoje, sin necesidad de haber establecido un contacto previo. ¡Ni siquiera conocerlo! Ahora es tan fácil como acceder a las redes sociales y disfrutar del morboso juego de la crítica.


Detrás de todo hay una historia. No juzgues si no la conoces
¿En esto nos estamos convirtiendo? ¿En una sociedad donde juzgamos sin saber? O, lo que es peor, ¿donde juzgamos por las apariencias? Tristemente, sí. Bien es cierto que con el golpe de la madurez muchos son los sujetos que han aprendido a valorar desde la objetividad que confiere el conocimiento (por muy paradójico que pueda parecer meter la subjetividad del término valorar y la objetividad en un mismo saco). Pero más ingente es el número de personas que no han aprendido nada. Individuos que al juzgar a alguien no se paran a pensar. Puede que ese hombre tan rudo y antisocial haya visto la muerte de sus hijos con sus propios ojos. Puede que ese vagabundo al que llamasteis vago haya experimentado un sufrimiento que ni llegaríais a imaginar. Puede que el chaval que entre risas imitabais por su modo de caminar se desplazase así como resultado de un accidente en el que vio cómo se derrumbaba su vida. Puede..

Cada persona tiene una historia. Su propia historia. Sus propios pasado y presente. Es difícil, muy difícil, llegar a conocer todos y cada uno de los hechos que han llegado a formar al sujeto al que estás criticando. En consecuencia, aún más enrevesado debería ser juzgarlo. ¡Pues si no conocemos, no podemos decir nada al respecto!

Primero conoce, luego juzga. No al revés.

lunes, 30 de noviembre de 2015

Sobre el vacío

Algo falla. No sé el que, pero algo falla. No lo entiendo. ¡Si todo marcha estupendamente! Tengo unos amigos geniales, una familia estupenda, un trabajo de ensueño y tiempo de sobras para mis aficiones. Mi vida social está en su máximo apogeo, ¡en su cumbre! ¿Qué ocurre? Noto que me falta algo. Joder, si se supone que debería ser feliz. Pero ¿qué necesito para llenar este vacío? Si es que, maldita sea, ¡lo tengo todo! Esta incongruencia me está arrastrando a la más ardua pesadumbre. Empiezo a perder el agrado por las cosas que hago. Levantarme cada mañana es una lucha diaria. A cada paso que doy mis pies pesan un poco más. Por favor…

Sobre el vacío. Ese desgraciado hueco que brota en medio de la plenitud y la consume poco a poco. El vacío, cuando la nada subsiste alimentándose del todo. El vacío, cuando la vacuidad ahoga el fuego de la vida. El vacío…

¿Un sentimiento? Quizás. ¿Una emoción? Puede. Qué más da. Está ahí y punto. Un día aparece, sin más. Sin llamar a la puerta se acomoda en lo más intrínseco de tu persona. Te recuerda que todo lo que tienes no es nada. Mero humo. Y te obliga a deambular sin sentido a través de los páramos de la insulsez, en busca del sentido. Pierdes el rumbo. Tus objetivos se confunden. Tus pretensiones, todo lo que querías o dejabas de querer, se vuelve borroso. Las preguntas te asaltan. ¿He sido demasiado materialista? ¿He sucumbido a la superficialidad? ¿Me he separado de mi meta? ¿No estoy llevando la vida que quiero?

     ¿Qué soy?

Ya sé qué es el vacío. Es una alarma. Un desesperado grito de la existencia. Un reclamo. La gran petición: vivir. Sí, sí. El vacío es el maestro que te muestra algo tan grandioso como la propia vida. Te enseña que está mucho más allá de lo que se pueda llegar a concebir. La realidad presente es un sueño. La única verdad es la vida misma. Existir. Nada más. Existir por y para el momento. Soltar las riendas y dejarse llevar por las corrientes de la subsistencia.

     Vivir, y punto.

¿El vacío? Lo pasarás mal. Tratarás de ignorarlo. Con todas tus fuerzas. Y, con todas tus fuerzas, fracasarás. Seguirá ahí hasta que le hagas caso. Le harás caso. Lo pasarás aún peor. Empero después de la tormenta ya no serás la misma persona. Algo en tu mirada habrá cambiado. Tu visión tendrá un alcance mucho más vasto que la del resto de individuos. Serás el conocedor de un secreto único y exclusivo.

     El vacío. La vida que pide vivir.


sábado, 28 de noviembre de 2015

Delfos: Aprende a aprender

Los preceptos de Delfos. No entraré en temas de historia. En otras palabras, trataré directamente la significación de los preceptos. ¿Qué preceptos? Los 147 esculpidos en el Oráculo de Delfos. Unos mandatos que, siendo muy breves, merecen ser analizados con detenimiento. Puede echar un vistazo a la lista completa en este enlace. Siendo tan numerosos, comprenderá usted que no haga un estudio de todos ellos en una sola entrada. En esta empezaré con uno que me ha llamado bastante la atención.

Aprende a aprender. Una primera comprensión superflua concebiría a este precepto como la importancia de ser un buen aprendiz. Aquel sujeto que consciente de su falta de conocimientos se somete a las instrucciones de su maestro, sin cuestionar su metodología. El buen aprendiz es paciente y no conoce la arrogancia. Siguiendo en esta línea, aprender a aprender consiste en asumir la propia ignorancia, en aceptar la necesidad de hacer acopio de los medios necesarios para aumentar los conocimientos y finalmente en cargar con la paciencia suficiente para usarlos.

Es una concepción verdaderamente interesante, sí. Empero me atreveré a ir un poco más allá. Este precepto admite una definición mucho más amplia. Olvidemos el término aprender concebido como la actividad necesaria para ensalzar la propia cultura. En esta ocasión aprender será todo lo relativo al conocimiento tanto cultural como intrínseco y extrínseco. Ello implica que conocerse a uno mismo, por ejemplo, entraría dentro del aprendizaje. Entonces, ¿aprender a aprender, qué es eso? Es aceptar. Es estar dispuesto a reconocer los propios errores. Es tener el valor de no negar (mecanismo de negación) todo aquello que pueda resultar pernicioso. Plantar cara a la realidad y sobrevivir al sufrimiento que tal acción comporta. Aprender a aprender es la lucha en la que el conocimiento vence a la ignorancia. Es el tortuoso camino que lleva a la verdad.

Y usted, ¿con qué concepción se queda?

jueves, 26 de noviembre de 2015

Sobre la muerte del odio

Intentar poner fin al odio con más odio es como tratar de limpiar una piscina con una manguera. No hace falta decirlo: absolutamente inútil. Aun así las personas insistimos en ello. ¡Contestamos al odio con odio! ¿Qué conseguimos? Llenamos aún más la piscina, pero la mantenemos igual de sucia. Entramos en una espiral de aversión. Un bucle. Tú me pegas, yo te pego. Y vuelta a empezar. Tú me pegas, yo te pego. Sembramos sed de venganza. Enseñamos a los nuevos jóvenes a odiar.

Es una especie de dilema de prisioneros. Podemos parar las atrocidades por nuestra parte, pero… ¿y si ellos no lo hacen? En ese caso estaríamos en desventaja. Entonces, ¿para qué arriesgarse? Yo tengo una respuesta para eso. Bueno, yo no. La tiene el huérfano que vio cómo una bomba evaporizaba a sus padres. La tiene esa madre que no volverá a besar a su hijo. La tiene esa chica que presenció cómo las balas atravesaban los cuerpos de sus amigos. La tenían todas esas personas que día tras día se vieron forzadas a luchar para sobrevivir… sin éxito. Personas que por estar en el lugar y en el momento equivocados tuvieron que sufrir un brusco final. Nadie merece algo así.

Podemos cambiarlo. ¿Que nos han atacado? No haciendo nada al respecto su próximo ataque tendrá consecuencias más leves. Eso suponiendo que haya próximo. Oh, y no olvidemos el diálogo. No siempre se está dispuesto a hablar. Sin embargo, logrando el contacto, la comunicación se reivindicará a sí misma como el arma más potente y eficaz, por encima de cualquier otra.

Lo sé, no es tan fácil. Pero ¿vale la pena el sacrificio de miles de vidas por el temor a la dificultad?







“La oscuridad no puede expulsar a la oscuridad: sólo la luz puede hacer eso. El odio no puede expulsar al odio: sólo el amor puede hacer eso.” – Martin Luther King (1929 - 1968)




miércoles, 25 de noviembre de 2015

Música

No pretendo convertir este blog en una página de música. Sin embargo, se trata de un arte que ocupa un gran espacio en mi mente. En consecuencia, me ha surgido la irrefrenable necesidad de compartir una pieza, una buena pieza, que he estado escuchando recientemente, De modo que, sin la menor intención de alejarme de la misiva de compartir escritos y reflexiones, me tomo la libertad de introducir el siguiente tema.


Post-rock: Hammock, Oblivion - My Mind was a Fog... My Heart became a Bomb


Sobre el diario

Percibo como una aberrante mezcla de vergüenza y satisfacción configuran mi estado anímico mientras escribo estas líneas. Nunca habría imaginado que haría un diario, si es que se le puede llamar así: parece más bien un ejercicio de pretenciosidad destinado a demostrar una apabullante colección de palabras que por muy diferentes que parezcan no dejan de transmitir lo mismo. Sin embargo, una especie de orgullo pedante se enciende en mi interior, casi forzándome a teclear letra tras letra. A quién voy a engañar si no es a mí mismo. Esto me gusta. Me gusta escribir. Me gusta elaborar frases complejas en la medida de lo posible, aunque ello conlleve una parcial o total pérdida de sentido. En realidad, no es tan deleznable como parece. No pretendo compartir esto con nadie, así que ¿Qué más da lo que diga? ¿Qué más da cuán arrogante sea? Es más, el hecho de ocultar estos textos transforma la arrogancia que expresan en humildad. Nadie apreciará la calidad de mi escritura por el simple hecho de que no leerán nada de esto. Ahí reside mi modestia.

Escribir un diario. Es probable que usted, estimado lector, ni lo haya considerado. Menuda estupidez, ¿no? Hablar a un procesador de textos. Irrisorio... ¡Un momento! No tan deprisa. Párese a pensar. Enjuicie sus palabras. Eso es. No es tan ridículo como aparenta a primera vista. Analícelo fríamente. En realidad, ¿qué mal hay? El diario es el amigo a quien puede contarle absolutamente todo. Sí, todo. Sin nada de qué avergonzarse. No, absolutamente nada. Sin el miedo, el terror, a ser juzgado. El diario transforma los problemas más graves en absurdas nimiedades. No hay disgusto que se resista al poder de amenizar inherente al papel (o a la pantalla). Y es que la trascendencia de cualquier asunto, una vez escrito, sufre una notable debilitación. 

Ahí no acaba la cosa. ¿Le gusta escribir? A mí sí. El diario es una buena excusa para escribir sobre algo. Diseñar la trama de una novela o imaginar los mil posibles desenlaces de una narración ¿Para qué? ¡Si ya tengo mi propia narración! Se llama “el día a día”. Siempre ocurre algo que merezca ser contado. No necesariamente un hecho. Una reflexión, una idea… todo es válido. ¡Todo sirve! ¿No es increíble? Escribir lo que uno desea. Inestimable.

Un método terapéutico que aligera la carga que nuestras cansadas espaldas deben asumir. Una puerta a la libertad de expresión. La llave de la creatividad, en sus afortunadas manos. El diario.



martes, 24 de noviembre de 2015

Sobre la imparcialidad

Los ejemplos son un fácil medio para proceder con enrevesadas explicaciones. Una apreciable ayuda que nace de la falta de los conocimientos o habilidades literarias necesarias para acometer una argumentación. Trato de evitarlos en la máxima medida de lo posible, pero por lo general acabo decantándome por su uso. A fin de cuentas la sencillez, el camino fácil, no tiene por qué ser castigada con el reproche. El tema que voy a introducir no tiene relación alguna con esta clase de recurso, por lo que uno ya irá deduciendo que el texto precedente pretende justificar el uso de un ejemplo ulterior. 

Ahí va: Sin la menor intención de empezar con un tópico controvertido, pongamos por caso que yo soy un catalán independentista*. No tengo ningún sentimiento nacionalista ni nada por el estilo. Simplemente creo que objetivamente hablando la separación es la opción más favorecedora para la comunidad catalana. Hasta aquí todo correcto. Un día, veo como otros “indepes” queman una bandera española (no sé si se ha llegado a hacer algo así, recordemos que se trata de un ejemplo inventado sin pretensión de polemizar alguna). Como sujeto objetivo que soy, demuestro mi desaprobación ante mis amigos, que desean el mismo futuro para Catalunya que yo. Ante mi sorpresa, me preguntan molestos si de verdad quiero la independencia. Aunque quemar la bandera sea una exhibición de la misiva del grupo, ¿no es acaso un acto inútil e irrespetuoso? Pero oh, claro. ¡Apoya la causa! Bueno, quizá sea una analogía algo extrema. En lugar de la bandera pongamos a un apesadumbrado Artur Mas haciendo el símbolo de las cuatro barras con sus dedos, antes de entrar en el TSJC. ¿Para mí? Una demostración de arrogancia y egocentrismo. Pero oh, claro. Se está sacrificando por la nación. Un verdadero héroe.

Lo que intento decir: Está bien creer en una causa, un fin o cualquier otra cosa. Sin embargo, hay que saber ser objetivos. Imparciales. Todos los caminos que llevan a la meta no son legítimos por ello. Serán legítimos por lo que hagan o dejen de hacer, no por lo que simplemente son. Es vital tener la capacidad para reconocer cuando estamos haciendo uso de la negación. Cuando estamos oyendo o viendo solo lo que queremos, protegiéndonos de todo lo que pueda resultar desagradable. Cuando tratamos a la vía ilegítima como buena, lo sea o no, porque así lo es el fin que esta persigue.

Debemos buscar el camino del medio. Alcanzar las misivas a través de un trazo recto e impecable. No hablo de la perfección, hablo de la ya mentada imparcialidad. Ver lo que hay que ver, libres de influencias o condicionalidades. Abandonar el muro de amparo que es la ignorancia. Y sufrir, sufrir al fin y al cabo. Porque la realidad puede golpear fuerte cuando se emerge de los mares de la inopia. No me mojaré hablando sobre la relatividad de la realidad, eso quizás lo deje para otra entrada.

*Finalizada la entrada, permítame un breve apunte: el ejemplo usado en el segundo párrafo es relativo a un conflicto, si es que se le puede llamar así, presente en Catalunya (España). Si no es conocedor de los diferentes matices que lo componen puede que precise de una resumida aclaración. Catalunya es una comunidad autónoma española, en la que aproximadamente la mitad de sus habitantes desean formar un Estado propio, independiente. Un deseo que España no parece querer concedir, creando un fuerte revuelo entre los independentistas. Las siglas de TSJC hacen referencia al Tribunal Superior de Justicia de Catalunya, al que Artur Mas entró como imputado por efectuar un referéndum presuntamente ilegal. Ello, en mayor o menor medida, le confirió una imagen de mártir, la cual sutilmente critico en el ejemplo. Dicho esto, me gustaría aclarar que no pretendo, en absoluto, manifestarme a favor o en contra del movimiento separatista. Ni mucho menos hacer publicidad de éste. Insisto en que mi única intención es tan simple como ejemplificar lo que trato de transmitir.

lunes, 23 de noviembre de 2015

Los malos días que son... ¿los mejores?


Es curioso: los días en los que mejor estoy, son al mismo tiempo los mejores y los peores. Más que curioso, paradójico, supongo. No es tan estúpido como aparenta a primera vista. Me explico. Considérese un buen día como aquél que presenta una absoluta carencia de preocupaciones, problemas, tristeza y confusiones injustificadas. Y que por el contrario contenga una buena carga de experiencias agradables. Una charla interesante con unos amigos, por poner un ejemplo. Dicho esto, ¿por qué habría que considerarlo el peor? Antes que nada cabría puntualizar la concepción de peor y mejor, sumamente relativa y abierta a ambigüedades digresivas. Los concebiremos como lo haría quien no se para a pensar en el abanico de interpretaciones que exhiben: dándoles el uso habitual y cuotidiano. Bien, volviendo al planteamiento. Un buen día que es el mejor y el peor simultáneamente. ¿En pocas palabras? No se aprende nada. No descubro nada nuevo en los días de supuesto agrado. Puedo pasármelo bien, sentirme feliz, alegre… y vacío. Y es que luego recuerdo los días “malos”. Esos días en los que me doy cuenta de la banalidad de la mayoría de cosas que hago. Esos días en los que me paro a pensar y veo el mundo de otro modo. Esos días que tanto sufrimiento comportan… y tanto conocimiento aportan. Tendré un buen día y me diré “¡Qué feliz soy!”. Pero en mi consciencia, el espacio reservado a la madurez se resentirá impotente.

No aborrezco los días que marchan bien, para nada. A quién voy a engañar, los prefiero mucho antes que esos en los que desearía desaparecer.  Pero suponen un valioso tiempo que, en cierto modo, pierdo. Me gusta progresar como persona. Podría incluso calificarlo como uno de mis objetivos vitales. Las buenas jornadas se alejan de tal misiva, lo que duramente se traduce en una pérdida de tiempo.

La propia existencia

Con el empuje de un inesperado impulso ayer por la noche salí a correr. Absorto en mis pensamientos reparé en que no había cruzado el umbral de la puerta principal en todo el día. Mi cuerpo y mi cansada mente me reclamaban a gritos una merecida acción física. Sin pensármelo dos veces me hice con la compañía de una buena lista de reproducción y obedecí a mis necesidades.

Ayer aprendí algo nuevo. Descubrí que amo a la vida. Que amo poder formar parte de algo tan grande. Que amo poder percibir. Amo poder pensar, hablar, transmitir, recibir, sentir. Es una lástima que no me lo haya repetido con suficiente frecuencia. Concebí esta nueva percepción del todo mientras zancada tras zancada me abría paso entre la oscuridad. Noté como la música embriagaba mi consciencia. Como la sensación de libertad se iba integrando en mi ser. ¡Podía ir a donde quisiese! Creí que podía volar, irme lejos. De repente todos mis problemas se transformaron en absurdas nimiedades. Nada merecía suficiente importancia. Excepto la vida. 

La propia existencia elevada al máximo exponente.

domingo, 22 de noviembre de 2015

Sobre la música

La música. Oh, la música.

Para los días buenos y para los no tan buenos. Para los mejores y peores momentos.

Para amenizar el tiempo. Para aligerarlo.

Para disfrutar. Para soñar.

Para vivir.

La música, una fábrica de emociones. Enseña a sentir. Muestra una concepción distinta de la vida. Una simple pieza puede transformar un estado de ánimo. Una simple pieza… puede cambiarlo todo.

Sin más dilación, me dispongo a mostrarle un tema que espero que resulte de su agrado.

Post-rock: Hammock, Departure Songs - (Leaving) The house where we grew up


sábado, 21 de noviembre de 2015

Sobre la pureza del fin

El vínculo que une la razón con el deber nace de una relación medio-finalidad: para alcanzar un objetivo concreto, hay que actuar de un modo concreto. La razón dicta qué debemos hacer en un determinado contexto para lograr una meta definida, sin tener en cuenta la moralidad del acto. Es independiente de la moralidad, discierne de los gustos, deseos, prioridades, etc. de cada individuo. A modo de ejemplo podríamos presentar una situación en la que un sujeto corre para llegar a tiempo al tren que está a punto de abandonar la estación. Si se entretiene esquivando la multitud, no llegará. Por el contrario, puede optar por empujar a todo aquél que se interponga en su camino. Actuado guiado por la razón, seleccionaría la segunda opción. Si el sujeto la considerase de conducta violenta e inmoral preferiría perder el vehículo y esperar al siguiente.

Relativo a la moralidad, está el emotivismo moral. Éste defiende que nuestra concepción de lo moral se origina en los sentimientos y valores que nos inculcan el resto de personas. Nuestra idea de lo moral está bajo la influencia de los sentimientos éticos, las creencias sobre lo que debemos hacer. Crecemos, por ejemplo, con la idea de que ser generoso es buenoy ser egoísta es malo. Nuestros actos están condicionados por estas creencias morales, el sentido del deber.

Dicho sentido del deber tiene un origen, un fundamento: la empatía. Compadecernos por el débil o el necesitado. La sociedad nos educa de tal modo que ayudar a los demás sea un valor básico para cualquier individuo. Esto significa que sintamos que debemos auxiliar a alguien o no, nuestra creencia moral nos obligará a auxiliarlo. Aun así, sin sentirlo, no estaríamos actuando moralmente. Únicamente estaríamos respondiendo al sentido del deber. Solo cuando de verdad actuamos por los demás sin ningún tipo de interés propio estamos siendo morales. Ofrecer dinero a un mendigo para sentirse mejor no es un acto ético, o al menos completamente ético: presenta un medio, que es ofrecerle el dinero, y un fin, que es la propia satisfacción. Solo si el objetivo fuese “por él” sería una acción realmente moral.

Hay una especie de acuerdo tácito, sobreentendido, para definir qué es lo que está bien y qué mal. Para definir que ser generoso es mejor que ser egoísta. Esto se debe a que hemos observado que es así como mejor nos va.


Estimado lector

Estimado lector,

le invito a hacer uso de su visión crítica y experimentar la libertad de dar su opinión en tanto que le plazca.

le invito a ridiculizar o bien a magnificar el contenido de mis textos.

le invito a criticar hasta el más ínfimo detalle de mis escritos.

le invito a formar parte de este proyecto,

que espero que sea de su agrado.

Gracias

viernes, 20 de noviembre de 2015

Sobre la ignorancia

Sobre el sufrimiento que conlleva el conocimiento y la felicidad que brota de la ignorancia. Ignorancia concebida como falta de conocimiento y conocimiento entendido como la fiel percepción de la realidad: la verdad (entiéndase, pues, que no es referente a la cultura). “La ignorancia es la clave de la felicidad” (desconozco el autor de tal cita). ¿Ignorar y ser feliz, o conocer y sufrir? Una elección que lamentablemente no llega a presentarse a todo el mundo. La mente poco madurada no reconoce que, inconscientemente, muchas veces uno ahoga el dolor en un mar de patrañas. Lo que crea un falso entorno, un mundo falaz. Un agradable cuento de hadas. Se trata de algo logrado gracias a un mecanismo conocido por el nombre de negación. Llamemos pues, negación, al amplio abanico de posibilidades al que accede el individuo que opta, tanto voluntaria como involuntariamente, por poner fin a una realidad que arrastra un excesivo dolor para su fortaleza intrínseca. Dichas posibilidades pueden ser la mentira, el acusar a otro, etc. No es oportuno mencionarlas. El caso es que el producto de la negación suele ser la felicidad, derivada de la falta de sufrimiento. Felicidad definida como un estado duradero de alegría. Una significación algo pobre para un término tan grande, pero adecuada a la situación.

Por otro lado, tenemos la elección de no engañarnos a nosotros mismos. La peligrosa opción que sólo puede escogerse conscientemente: el conocimiento. Al menos en mi entorno social, está notablemente mejor visto que la negación. Pero, ¿Por qué? ¡Si conociendo se sufre! ¿Por qué iba a ser mejor? Aun poniendo el caso de que se superase el pesar inherente a la aceptación de la verdad, no debería ser mejor. Las vías de la ignorancia y el conocimiento llevan a la felicidad, pero la segunda es mucho más enrevesada y no siempre encuentra el final de la ruta. Es que, simplemente, no es eficiente decantarse por la segunda. Sin embargo, cabe recordar que a veces lo que importa no es la meta, sino el camino.

Las vías de la ignorancia y el conocimiento llevan a la felicidad, pero la segunda es mucho más enrevesada
Si decido ignorar y ser feliz, ¿acaso no estoy recorriendo el camino fácil? No me aportará nada. Seguiré siendo el mismo del principio al fin. Habré alcanzado la cima de la montaña… sin subirla. Pongamos que por el contrario me arriesgo a conocer. Asumiré de pleno el golpe de la realidad. Circularé por los senderos más tortuosos e inciertos. Pero una vez haya acariciado la cima, mis manos ya no serán las mismas. Seré otra persona. Habré cambiado. En menor o mayor grado. A peor o a mejor. Pero llenaré mi vida con algo: la verdad. Y es que las mentiras no son más que humo, incapaz de colmar un vacío.

Existe otro punto de vista que aborrece la negación. Puntualizo que no puedo permitirme atribuirme su deducción: me lo comentó un amigo. Dice así: el que busquemos la realidad en lo que nos rodea lo hacemos como un fin en sí mismo, no por lo que nos pueda aportar. Una oración que no precisa de explicación alguna, de modo que así lo dejo.

Vivir no es cazar una meta, vivir es luchar por ella (siempre y cuando olvidemos la concepción existencialista de vivir).

Entonces, ¿ignorancia o conocimiento? Usted elige.


Sobre perder el tiempo

"Matar el tiempo no es un asesinato, es un suicidio". Es una oración que tengo bien grabada en la cabeza. No, no es mía. 

Perder el tiempo. Carece de necesidad recordar cuán relativa es esta expresión. ¿Qué es, en realidad, perder el tiempo? Si el tiempo ni siquiera existe. Yo lo consideraría una cuenta atrás. Llegado el momento nuestra existencia física se reducirá a cenizas. Sabemos que ocurrirá pero hacemos la vista gorda. No valoramos adecuadamente la gravedad de esta previsión. De hacerlo, más de uno no tardaría en aprovechar su tiempo restante de otro modo. Lo siento, parece que ya estoy divagando. No pretendía hablar de la fugacidad de la vida. Otro día, quizás. Como decía: ¿Qué es perder el tiempo? Vivimos en una sociedad sistematizada de tal modo que todo lo que se desvíe de tener estudios, obtener un trabajo y formar una familia es perder el tiempo. Viendo una película estoy perdiendo el tiempo. Jugando a un videojuego estoy perdiendo el tiempo. Un segundo. Que alguien me explique por qué. Ah, que no me ayudará a ser un mejor abogado. Ah, que no tendré futuro. Pero, ¿de qué futuro hablamos? ¿Del que ha tenido mi padre? ¿Mi vecino? ¿Mi tío? Porque yo veo lo mismo en todos los sitios. Estudia, trabaja, envejece, fallece. Claro, basándonos en esto jugar a un videojuego es escupir a la vida misma. 

Hagamos una cosa. Viajemos a un antitético mundo paralelo donde la sociedad no esté orientada a la sociedad. Donde vivir no signifique escalar posiciones en los estratos sociales. Que ser alguien reconocido, tener méritos, posesiones o coleccionar amigos como si de cartas se tratase no sea algo notable. Donde la sociedad no esté orientada a la sociedad, sino a la vida. Que la máxima, el objetivo, el camino, sea disfrutar de nuestra corta presencia en la Tierra. Hablo de que seamos nosotros mismos quienes decidamos nuestra propia meta. Perder el tiempo será todo aquello que se aleje de ayudar a cumplirla.

Mi meta es disfrutar de la vida como ésta se lo merece. Reconocer mis pasiones y actuar concorde a ellas. 

Apagar las luces. Estirarme en la cama. Ponerme los auriculares y cerrar los ojos. Para mí esto es vivir

Quiero formar parte de este sistema. Quiero ocupar el lugar que me corresponde en esta corrupta sociedad. Pero lo haré a mi manera.


Sobre la confusión

No es fácil explicar cómo se da el paso de la más ridícula alegría al más oscuro estado de pesadumbre. Es, como poco, incoherente. Una sombría brizna de incomprensible tristeza nace sin avisar y antes de darte cuenta el pesimismo se apodera de tu ser. No estoy hablando de una flemática y previsible evolución anímica. Ya lo he dicho. Estoy hablando de una especie de suceso anónimo que ignora los parámetros de la lógica. Penosamente trato de describir como en un simple y estúpido instante se sucumbe a la más desesperante confusión. Ingente es la incredulidad que acompaña la sorpresa de presenciar el desplome de la realidad envolvente. Lo que parecía deja de parecer. La subjetividad ahoga a una impotente objetividad, que en su último suspiro abre las puertas de la vacuidad y la insulsez. La consciencia se resiente, desamparada en un abismo de inopia que no conoce fondo. Los raíles de la cordura abandonan el pasado y el presente, eliminando cualquier vestigio de su verosímil existencia. El pensamiento, ya en completa solitud, deambula sin rumbo por un vasto mar de dudas. Un simple y estúpido instante. Todo aquello que ingenuamente asegurabas. Todo aquello que creías saber. Todo lo que pensabas que eras. Todo pasa a ser nada. Y entonces te precipitas. 

No entiendes qué ocurre. No comprendes el cómo o el porqué. Al fin y al cabo sigues ahí, respirando. Ves las mismas cosas, oyes los mismos sonidos, sientes el mismo tacto. ¿Qué? ¡¿Qué está fallando?! Esa incertidumbre, esa extraña confusión te advierten de que algo ocurre. Y es ese paradójico saber sin saber que te arrastra a un indeseable desánimo. La introversión no tarda en guiar tus actos. Tu mirada traba amistad con el suelo. Cada paso que das parece que vaya a ser el último. Cada idea que brota de tu pensamiento se pierde en un laberinto de emociones sin sentido. 

Cada minuto que pasa estás un poco más cerca de la muerte y un poco más lejos de la vida. 

Una prueba de valor, un examen de fortaleza. De eso va la confusión. De hundir a los más débiles y ensalzar a los más fuertes. Los débiles se dejan abrazar por la autocompasión. Los fuertes vencen el miedo y escalan las paredes que encierran los últimos resquicios de su humanidad. Reordenan el manojo de pensamientos contradictorios. Recolocan los carriles de la cordura, listón a listón, si es necesario. Redescubren su propia consciencia. Y entonces emergen.

 

Hola

No me llamo Umberto Alberto.

No soy nadie ni nada.

Sólo una voz perdida en la red.

Puede que mis textos sean un reflejo de pretenciosidad. Puede que no. Puede que no importe.

Escribo. Eso es todo.

Bienvenido