sábado, 26 de diciembre de 2015

Sobre el arte comercial

El arte comercial. Ese cóctel de elementos que uno encuentra en una obra, como bien puede ser una película, que con una descarada falta de sutileza busca embelesar a la audiencia. ¡Eso es todo! Atraer a las masas. ¿Aportar algo al arte? ¿Transmitir un mensaje? ¡Para qué! Mejor juguemos con los sentimientos del espectador. Démosle lo que quiere. Eso, entretengámoslo. ¡Y ya llegará el dinero!

Compensaré la falta de precisión de las líneas precedentes con un lenguaje algo más técnico. Como uno ya habrá observado alcanzado este punto,  la entrada trata sobre las producciones comerciales. Considérese producción comercial aquella obra perteneciente a cualquiera de los siete artes (arquitectura, escultura, pintura, música, danza, literatura y, el más reciente, el cine), cuya pretensión no va más allá de causar un fuerte impacto en las masas. Dicho esto, cabe resolver una duda que surge en primera instancia. ¿A caso se diferencia una obra comercial de cualquier otra obra? Cierto es que, a tenor literal, no. Al fin y al cabo, si escribimos un libro, será para publicarlo, ¿verdad? Si un cantante invierte horas y horas en un álbum, ¿no sería incoherente que no lo divulgase? Sin embargo, conviene señalar una colosal, y no siempre apreciable, desemejanza. La pretensión del autor

Permítanme una esquematización del asunto para facilitar su explicación. Siendo estrictos, encontramos dos tipos de obras artísticas: las comerciales y las no comerciales. Las tijeras que crean la mentada dicotomía nacen de la pretensión del autor. Ésta también es susceptible a una división. Las obras comerciales se asociarán a aquellos artistas cuya intención sea obtener el reconocimiento más amplio posible, así como el dinero y fama que ello acarrea. El artista comercial tanteará los gustos del público potencial y tratará de efectuar una producción que se ajuste a ellos en la medida de lo posible. Nada, absolutamente nada que ver con el no comercial. A nuestro querido artista no comercial le será indiferente el gusto del espectador. En ningún momento considerará la opción de hacer una obra con el fin de obtener dinero. El productor no comercial es aquél que hace lo que hace porque quiere. Porque le gusta. Y punto. ¡Si tiene éxito bien; si no, también!

Siendo críticos, el objetivo del autor no debería tener relación alguna con la obra. Si ésta es buena (pido disculpas por el uso de una palabra tan ambigua) no dejará de serlo por las “malas intenciones” de su creador. No obstante, no puedo evitar sentir una fuerte necesidad de alejarme de toda producción comercial. No me malinterprete. No soy ese esnob que se considera especial a sí mismo por tener un gusto aislado de las masas. Tengo mis razones. En mi opinión, están arruinando el arte. Empobreciéndolo. Es triste ver como un cantante con talento traiciona a la originalidad, arrastrado por la fama y el dinero. Es triste ver como el arte se atasca en una etapa en que abundan las similitudes entre producciones. La innovación brilla por su ausencia, y no parece ser algo que desagrade a la mayoría de la población. Un factor que advierte una sociedad de mentalidad cada vez más simple y menos exigente.

Una sociedad de mentalidad cada vez más simple y menos exigente.
Antes de dar el tema por concluido, me permitiré la introducción de un fácil ejemplo. Más claro imposible: el reggaetón. Desconozco si este género musical ha tenido algún momento de lucidez u originalidad a lo largo de su vida. Lo que sí sé es que las canciones que actualmente lo están haciendo popular entre el público joven no hacen ademán alguno de diferenciarse de sus predecesoras. El ritmo igual, el estribillo parecido y… la letra, oh la letra. En su gran mayoría hablan de lo mismo: mujeres. Las ponen en un pedestal. ¿Bien, no? Un momento, me olvidaba de algo. Antes de subirlas al pedestal las convierten en meros objetos de deseo. No suena muy bien, no. Sin embargo, parece que a sus oyentes sí les suena bien. Me repito: Es popular. ¡Popular! ¡A la gente le gusta! No me lo explico. Bueno, en realidad sí. ¿Recuerda cuando hablaba de una sociedad de mentalidad cada vez más simple?

Cuando busco emociones en la música escucho esto.  


jueves, 17 de diciembre de 2015

Sobre la confianza (recíproca)

El título que encabeza esta entrada no deja espacio a la intriga. Usted, sin duda un lector avispado (nótese el masculino gramatical como uso no sexista de la lengua), ya habrá intuido el contenido de las siguientes líneas. Probablemente palabras como “honor”, “lealtad” y “entereza” no hayan tardado en aparecer en sus pensamientos. De ser así, le interesará saber que no va del todo desencaminado. Sin embargo, no tengo pretensión alguna de adentrarme en la relativa y siempre discutible importancia de los valores. Esto se trata de una invitación.

Sí, calificar a un texto de tono ensayístico y/o reflexivo como “invitación” da la impresión de que tal denominación no es más que un pobre intento de buscar originalidad. Proseguir con la lectura bastará para comprender cuán oportuno es su uso en este contexto. Menuda digresión. ¿Por dónde iba? Ah, eso de la confianza recíproca. Responder a la confianza (entendida como la fe que uno tiene en el prójimo) con confianza. Si tú confías en mí, yo confío en tí. Si tú confías en mí, te daré razones para que sigas haciéndolo, o no te daré razones para que dejes de hacerlo. Tal como comentaba en una entrada anterior, tengo la ingenua creencia de que el fomento de la confianza ayuda a construir una sociedad mejor. En base a esto, que ésta clase de fe sea recíproca deviene un factor imprescindible. Traicionando la confianza de alguien estamos enseñándole a ampararse en el recelo. ¡Estamos transformándole en desconfiado! Con cada falta de esta índole el colectivo humano da un paso atrás.

Como decía, esto se trata de una invitación. Una invitación a que cada vez que juremos o prometamos algo instauremos un vínculo, sólo quebrantable con el cumplimiento de nuestra palabra. Una invitación a dar razones para ser depositario de la confianza del prójimo. Una invitación a anteponer la confianza a nuestros intereses

Si aceptamos la petición de alguien que nos pide vigilar su bicicleta por un momento, no huyamos con ella.

Si prometemos llegar a casa a cierta hora, sólo un evento de fuerza mayor debería impedirlo.

Si decimos que haremos algo, hagámoslo.

Nada que ver con hacer el bien o el mal. Nada que ver con ser mejores o peores personas. Es relativo a ese momento en que consciente o inconscientemente echamos a la confianza de nuestras vidas. Dejamos de valorarla. La asesinamos. Es en ese preciso instante en que dejamos de ser humanos. Abandonamos la humanidad para convertirnos en simples seres vivos aferrados a la supervivencia.

No negaré el aire pesimista que acompaña este escrito. Y debo reconocer que soy algo duro con la conclusión. ¡Perder la humanidad! Menudo atrevimiento, ¿no? Sin ánimo de retractarme, acepto introducir una puntualización: la pérdida de valor (individual) de la confianza es gradual. No nos convertidos en animales en un instante, nos convertimos en animales en el instante en que el valor que le otorgamos es nulo.

martes, 15 de diciembre de 2015

Yo sólo sé que no sé nada

Bastaría con una simple cuestión para hacer temblar los cimientos de nuestras creencias. Una pregunta bien formulada tiene capacidad suficiente como para hacernos dudar de algo que aparentamos saber. De tal afirmación se puede extraer que nunca sabemos enteramente lo que decimos al emplear las grandes palabras. Sócrates apoyó este principio de un modo práctico. Acusado de disgregar a la población, era capaz de crear hesito allí donde no lo había, mediante los vocablos adecuados y un simple interrogante. De esta disposición a la duda nació el “yo sólo sé que no sé nada”. Un breve estudio de este conocido enunciado puede llevar a una dicotómica significación del saber. Por un lado, encontraríamos a la que Sócrates, presuntamente, se refiere: el saber concebido como conocimiento. Empero dicho está que en este ámbito no podemos conocer con absoluta certeza. El otro posible concepto ni siquiera tiene una presencia implícita. Sin embargo, se va formando al tiempo que progresa el análisis de la frase citada. Y es que su autor nos invita a entender el saber cómo la reflexión. El mecanismo mediante el cual aprendemos a interpretar nuestro "propio mundo", alejados de preceptos sociales o culturales. Un mecanismo que induce a descubrirse a uno mismo como individuo. 

Ser conocedor de la propia ignorancia afecta a las interacciones con el resto de la sociedad. Cuando uno descubre que en realidad no sabe nada, difícilmente podrá mantener una conversación sin sentirse irónico. El ser consciente de que cada afirmación que haga puede ser hundida por una simple cuestión le obligará a hablar más allá de su sinceridad. No podrá discutir sobre el grado de justicia de un hecho, pues será conocedor de la relatividad del asentimiento final o conclusión. No existe justicia absoluta, entera o incondicional. Sólo hay justicia relativa. Sólo hay un punto de vista mejor argumentado que otro. Si algo se puede discutir, es que no existe un resultado definitivo que se decante a favor de un punto de vista u otro con absoluta certeza. Toda sentencia que se pueda hacer será relativa. Únicamente aquello que es verdaderamente absoluto no puede ser debatido


jueves, 10 de diciembre de 2015

Un poco de piano

¿Cómo explicar la sensación que imbuye esta composición? Serenidad, tranquilidad, sosiego, calma. Parsimonia. Chopin.
No veo el por qué del empeño en tratar de describir un arte, la música, con otro, la literatura. La música se describre por sí sola. Compruébelo usted mismo. Déjese llevar.

Y ya puestos, eche un vistazo a esta pieza, algo más violenta. Beethoven.



martes, 8 de diciembre de 2015

Esa maldita idea

Permítanme compartir un fugaz relato cargado de incoherencia.

Todo… todo, ¡sí todo! Todo empieza con una simple idea. Estás con tus cosas, ocupado, haciendo quién sabe qué y de repente… ¡Bum! Se acabó. Sí, se acabó. Fin de la historia. Esa idea, oh, esa maldita idea. Ya se ha metido en tu cabeza. Se ha adentrado en tus entrañas. Se ha apoderado de tu persona. Ingenua, ciega víctima estás hecha. ¡Cómo no pudiste darte cuenta! El abismo, el abismo se agranda. Dejas de distinguir qué hay bajo tus pies. Y es que por mucho que te esfuerces sólo ves oscuridad. Vacío. Súbitamente te precipitas en una interminable caída. Inconsciente de tu letal ignorancia prosigues con tu anodina y monótona vida. Pero… ¡sorpresa! Ya no es tu vida. Le pertenece a la idea. Oh, esa maldita idea. Tarde es cuando percibes lo que está ocurriendo dentro de tu cabeza. Levantarse cada mañana, tomar el desayuno, ir a trabajar, almorzar, cenar, dormir. Ya nada es lo mismo. El frío, el calor, la lluvia, el sol, las nubes. Ya nada es lo mismo. Sucumbes al horror, a la desesperación, a la desolación, a la insulsez, a la vacuidad. La nada se apodera de tu mirada así como esa maldita idea, ¡oh esa maldita idea! se apropia de tu persona. Eso, de tu persona. ¿Recuerdas que significaba aquello? Lo siento amigo, ya es tarde para ti. Para nosotros.

lunes, 7 de diciembre de 2015

Sobre la confianza

Nada se alejaría más de mis pretensiones que realizar una crítica a la sociedad. Sin embargo, es probable que, ya sea implícita o explícitamente, acabe haciéndolo. Por ello, pido disculpas de antemano. La confianza. Primero limitemos la significación de este término. En este caso sería atinente entenderlo como la fe, la esperanza, que se tiene en el prójimo. Esa ciega e infantil credulidad establecida en primera instancia hacia cualquier individuo, sin distinción por sus apariencias. Bien, iré al grano. Esta concepción se asocia, comúnmente, a gente boba y candorosa. Y sí, puede que en numerosos casos se trate de una atribución acertada. No obstante, dista de ser una generalización mínimamente aceptable.

Existen dos fundamentos, excluyentes el uno del otro, que pueden formar a un ser como confiado. Por un lado tenemos a ese feliz sujeto que experimenta su peculiar plano existencial cargado de colores, vida y alegría. Hablo del ignorante que habita en su propio “cuento de hadas” gracias al hecho de desconocer los “males” que acechan el mundo real (por un momento tratemos de olvidar la amplitud del término “real”). Unas pocas líneas atrás decía que la asociación de ser confiado con gente boba y candorosa puede ser acertada, en ciertos casos. Este es uno de ellos. Ese tipo que simplemente es incapaz de desconfiar. En él encontramos el primer fundamento: la ignorancia. Por otro lado, descubrimos al incauto que después de apelar a la verdad (concebida como falta de autoengaño) se decanta por la confianza. Es consciente de la realidad intrascendente de la que forma parte. Ahí se destapa el segundo fundamento: la lúcida elección.

No diré nada nuevo: vivimos en un mundo en el que es difícil establecer vínculos fiables con el resto de personas. Las pretensiones de los demás suelen ser difíciles, por no decir imposibles, de adivinar. Y ello nos lleva a dudar. ¿Me estará engañando? ¿Y si no es quién dice ser? Llegamos a desconfiar de cada sonrisa, de cada gesto, de cada palabra. Es más, creemos que estamos legitimados para ello. ¡Y no sin razón! No hay nada más desagradable que tropezar dos veces en la misma piedra. Cuando la fe se materializa en esa piedra, no dudamos en esquivarla. Es natural, el tratar de no recaer en los mismos errores. Uno se acaba hartando de todo el sufrimiento derivado de la confianza. De los engaños, de las mentiras, de las falsedades. Y decide encerrarse en el amparo del recelo. Lamentablemente, a raíz de esa decisión, la materialización de la confianza en la piedra adquiere un carácter permanente. Ello conlleva un flemático arrastre a una sociedad donde confiar es visto como un error.

No suena muy bien, ¿verdad? Por fortuna tenemos a nuestro alcance un instrumento para cambiarlo. Disponemos de un aliado para poner fin al imperio de la desconfianza: la confianza.

Un momento. Si ya hemos visto que creer en los demás no aporta ninguna clase de beneficio individual, ¿para qué íbamos a ponerle fin? Permítanme una ilusa e inocente respuesta: Por la sociedad. Por un mundo mejor. Por la humanidad misma. Porque somos un colectivo. Porque no en vano vivimos en comunidad y no en aislamiento. Imagine por un momento una utópica sociedad en que el acaparo de la confianza fuera tal que se incluso se anulase a sí misma. Un mundo donde el concepto de confianza alcanzase tal nivel de integración y absolutidad que, simplemente, desapareciese*.

El que es confiado por elección propia no es un bobo. Es uno de los valientes que aún no se ha rendido en la lucha por ese sueño llamado confianza.


*Léase una breve explicación para facilitar la comprensión de lo dicho: Si viviésemos en un mundo donde todo fuese bueno, donde no hubiese Mal alguno y solo existiese el Bien, éste dejaría de existir, pues no podríamos reconocerlo. A falta de Mal (o desconfianza), no podríamos ver el Bien (o confianza) como tal. Si todo fuese bello, lo bello se convertiría en normal, y por lo tanto la belleza dejaría de serlo como tal.

viernes, 4 de diciembre de 2015

Sobre el egoísmo

Una raquítica línea separa la generosidad del egoísmo. Tan delgada es que su percepción se hace casi imposible. Sin embargo, la distinción entre ambos términos debería ser muy sencilla. Veámosla más de cerca, por si acaso. A ver. Generoso es aquel que sobrepone los intereses de los demás a los suyos. El egoísta antepone los suyos a los del resto. Con una interpretación literal caeremos, indefectiblemente, en la equívoca conclusión de efectuar una azarosa dicotomía. El desafortunado error de crear dos grupos de individuos: los benévolos generosos y los retorcidos egoístas. Simplemente, no. ¿Acaso siempre que antepongo mis intereses estoy siendo egoísta? Con el soporte de una breve reflexión y en base a (disculpe la insistencia) una interpretación literal, la respuesta se hace más que obvia. Un ejemplo ayudará a apreciar la mentada evidencia. Digamos que el Sr. A tiene mucho interés en mi coche y me lo quiere comprar por un euro. Por fortuna, el sentido común no me abandona y me niego. Antepongo mi interés de conservar mi estimado vehículo al del Sr. A, de hacerse con él. ¿De verdad estoy siendo egoísta? Por definición, y por muy risorio que parezca, sí. No hace falta decir que comúnmente se aceptaría lo contrario.

Aclarada la significación literal, me centraré en la verdadera misiva de esta entrada. Tener el atrevimiento de adentrarme en la moral es inherente a dicho objetivo. Y es que lo que en realidad pretendo comentar es la popular asociación del egoísmo con la mezquindad, la iniquidad. Con todo lo malo que se pueda atribuir a un individuo. Puestos a poner ejemplos, daré inicio a este controvertido tema con uno. Esta vez se trata del Sr. B, un pobre vagabundo. Me lo encuentro en mi camino a casa, volviendo de una cena. ¡Vaya! Parece que me además de haber comido estupendamente me ha sobrado un euro. ¿Qué hago? Otra vez, lo mismo de antes. Puedo dárselo y ser benévolo y generoso. O bien puedo guardármelo y ser retorcido y egoísta. ¡No! Se puede enfocar de otro modo. ¡Hay que enfocarlo de otro modo!

Tanto es que yo tenga una economía limitada o sea espantosamente pudiente. Tanto es que se trate de un céntimo como de mil euros. La cuestión, la esencia, es si me siento inclinado o no a cometer la donación. Y eso es relativo a mi persona. Concierne a mi personalidad, mi estado anímico, a la historia que me ha llevado a ser quien soy. El grado de generosidad de una persona se manifiesta en sus actos, pero se sienta en su naturaleza. Bien es sabido que las apariencias engañan. No entra en la capacidad de nadie la facultad de juzgar acertadamente a alguien, en base a sus actos. En otras palabras: no es posible observar el nivel de generosidad en las actuaciones manifiestas. ¿Qué nos queda? La naturaleza. Allí residen sus cualidades como individuo. Recordando el carácter verosímil de los actos, se trata de un aspecto irreconocible, imposible de estudiar, a los ojos de quien sea. La alteridad de los demás se escapa del campo perceptivo de los sentidos.

El grado de generosidad de una persona se manifiesta en sus actos, pero se sienta en su naturaleza

¿Conclusión? Si le doy la limosna sin sentir la pura pretensión de hacer tal cosa estaré actuando generosamente, pero no siendo generoso. Seré lo que la sociedad quiere que sea. O más bien estaré actuando como la sociedad quiere que actúe. Estaré sucumbiendo a los efectos de la educación social. Quizás, candorosamente, me crea mejor persona. Claro, ¡habré cumplido con mi deber comunitario! Eh, no tan deprisa. No confundamos términos. No metamos “tarea” y “generosidad” en el mismo saco.

Entonces, ¿es correcto discriminar al egoísmo? Para discriminar es ineludible seleccionar algo como objetivo. Como se ha dicho, el verdadero egoísmo es irreconocible, pues habita en la invisible alteridad. En consecuencia, se hace imposible discriminar algo que no existe. Correcto, no correcto… da igual. Simplemente, no se puede. Como es de esperar, a los ojos de una educada sociedad, la respuesta sería sí. E incluso no teniendo en cuenta inaccesibilidad de la alteridad, seguiría siendo una contestación incorrecta. Recordando el ejemplo, si opto por no dar el euro, estoy siendo egoísta frente el colectivo. ¡Pero si el colectivo no sabe nada de mí! Resulta que la semana pasada doné medio millón de euros a favor de la lucha contra el hambre. O parece que acabo de sufrir una terrible tragedia y he dejado de lado mis principios e inclinaciones morales. El error de juzgar sin saber.

No es que no exista el egoísmo (o la generosidad), es que no se puede observar con absoluta certeza. Y puntualizo con “absoluta” porque sí es aceptable formarse una idea a partir de la colección de pequeños detalles. Los actos no nos definen, pero pueden sugerir quién somos en realidad. Una sugerencia lejos de ser decisiva, pero que puede dar la mentada idea. A modo de síntesis: no podemos sentenciar el nivel de egoísmo en un sujeto, pero sí sospecharlo.

martes, 1 de diciembre de 2015

Detrás de cada hecho hay una historia

Detrás de todo hay una historia. No juzgues si no la conoces. Esta afirmación debería ser un precepto imperativo en la sociedad contemporánea de la que formamos parte. No hace falta decir que, lamentablemente, no lo es. Juzgamos en exceso. Por la ropa, el físico, la voz, la expresividad, los conocimientos, la listeza e incluso el modo de andar. Vivimos en un mundo en que cualquiera puede cualificar a alguien con el adjetivo que se le antoje, sin necesidad de haber establecido un contacto previo. ¡Ni siquiera conocerlo! Ahora es tan fácil como acceder a las redes sociales y disfrutar del morboso juego de la crítica.


Detrás de todo hay una historia. No juzgues si no la conoces
¿En esto nos estamos convirtiendo? ¿En una sociedad donde juzgamos sin saber? O, lo que es peor, ¿donde juzgamos por las apariencias? Tristemente, sí. Bien es cierto que con el golpe de la madurez muchos son los sujetos que han aprendido a valorar desde la objetividad que confiere el conocimiento (por muy paradójico que pueda parecer meter la subjetividad del término valorar y la objetividad en un mismo saco). Pero más ingente es el número de personas que no han aprendido nada. Individuos que al juzgar a alguien no se paran a pensar. Puede que ese hombre tan rudo y antisocial haya visto la muerte de sus hijos con sus propios ojos. Puede que ese vagabundo al que llamasteis vago haya experimentado un sufrimiento que ni llegaríais a imaginar. Puede que el chaval que entre risas imitabais por su modo de caminar se desplazase así como resultado de un accidente en el que vio cómo se derrumbaba su vida. Puede..

Cada persona tiene una historia. Su propia historia. Sus propios pasado y presente. Es difícil, muy difícil, llegar a conocer todos y cada uno de los hechos que han llegado a formar al sujeto al que estás criticando. En consecuencia, aún más enrevesado debería ser juzgarlo. ¡Pues si no conocemos, no podemos decir nada al respecto!

Primero conoce, luego juzga. No al revés.