miércoles, 20 de enero de 2016

He perdido

He perdido el control de mi cuerpo. Me tiemblan las manos. Mis sentidos no están en su mejor momento. Cómo definirlo. Estoy alterado. Algo así. No alcanzo a concebir explicación alguna. Será la birra de antes. O el cigarrillo de hace un rato. No lo sé. Quizás es que la racionalidad y yo hemos decidido recorrer caminos distintos. Aunque yo no recuerdo haber tomado ningún tipo de decisión. Confundo emociones con pensamientos y pensamientos con emociones. He olvidado como desenvolverme en entornos sociales. Deseo estar solo. Deseo estar en compañía. Ya ni sé qué quiero o dejo de querer.

He perdido el sentido. La razón, el porqué de mi existencia, mis metas, y mis objetivos. Cada uno de mis movimientos me imbuye un ápice de desesperación, derivado del perecimiento de la motivación que pocos días antes ni hubiese cuestionado. No es que no sepa qué quiero o dejo de querer. Es que no hay nada que quiera. Nada atrae mi voluntad. Toda actividad que llevo a término se limita a cumplir lo que esa racionalidad que una vez tuve hubiese sugerido. Camino por cumplir. Sonrío por cumplir. Hablo, escribo, estudio, leo… por cumplir.

He perdido las fuerzas. Y con ellas las ganas. El ánimo. 

He perdido la energía. Y no bastará con una simple siesta.

He perdido.

He perdido.


He perdido en el juego de la vida.




lunes, 18 de enero de 2016

Alberto

Alberto es un chico alegre, simpático y bonachón. A Alberto le gusta conocer gente y hacer amigos. Nunca hace lo que no le gusta que le hagan. Repudia todo tipo de conflicto. Alberto, un buen chaval. Un buen chaval en la edad de ir al colegio. Alberto es sociable. También es gracioso, a su manera. Pobre, pobre Alberto. No entiende nada. Parece que se ha ganado la displicencia de sus nuevos compañeros de clase. Alberto es un joven avispado. Horrorizado, descubre con estupefacción que cuando se ríen con él, no se ríen con él. ¡Resulta que se ríen de él! Alberto es un chico alegre, simpático, bonachón, sociable y gracioso, a su manera. Ahora también es un objeto de burla. Ahora también es un estorbo. Ahora también esto, eso y lo otro.

Se levanta, se viste y va al colegio. Cada segundo que transcurre en las aulas es una carga de angustia. Cada minuto, un pesar. Cada hora, una tortura. Adopta una nueva forma de vida. La soledad. Trata de ignorar al resto. Alberto lamenta no poder hacer que los demás desaparezcan. Y es que a veces con ignorar no basta. ¿Por qué todo el mundo es tan listo, y él tan estúpido, tan tonto? Alberto quiere ser como los demás. Quiere ser cualquiera, menos él. ¿Por qué tuvo que salir tan rematadamente feo? Y, ¡madre mía!, ¿acaso existe alguien más aburrido, más insulso, que él mismo? ¡Si ni siquiera es capaz de mantener una conversación por más de cinco minutos! Alberto es la inutilidad en persona.

Se hace tarde. Regresa a casa. Hogar, dulce hogar. Ahora está a resguardo del colegio. Sueña con correr a los brazos de su padre, romper a llorar y contarle todas sus desventuras. Sueña con mirar a los reconfortantes ojos de su madre y preguntarle ¿por qué? Pobre, pobre Alberto. Sueña demasiado. Su padre quiere lo mejor para él y su familia. Por ello, entre gritos, le obliga a estudiar tres horas al día. Sólo está en la etapa escolar, pero ¡hay que pensar en el futuro! ¿Y qué es la vida, sino el futuro? Al menos así piensa su varonil progenitor, que entre sus preocupaciones no se lee el bienestar psicológico de su hijo mayor. Alberto es un chico cerrado. No es fácil ganarse su confianza. Su padre ni lo intenta, ni lo logra. Aún menos su madre, cuya existencia se reduce a quejarse del trabajo y pelearse con su marido. Alberto sabe que sus padres no se quieren. Solía hacer la vista gorda. Ahora ya le da igual. Su familia le ha abandonado.

Va al colegio. Soledad. Regresa a casa. Soledad. Resentimiento, tristeza, complejos a raudales y dolor, mucho dolor. Alberto era un chico alegre, simpático, bonachón, sociable y gracioso, a su manera. Pero Alberto ya no es Alberto. Ahora es un manojo de fatalidades y desdichas. Desamparado. No existe lugar en el mundo en el que esté a salvo. Su casa, una pesadilla; el colegio, un suplicio. No existe persona en el mundo en quién confíe. Ni siquiera en él mismo.

Gris. Todo es gris. Monótono. Vacuo.

Cómo. Cómo encontrar el sentido a tal infructuosa existencia.

Alberto está cansado. Muy cansado. Lleva una carga que se niega a dejar de aumentar. Su fortaleza no da para más. Sus fuerzas han mermado. 

Alberto está en casa, solo. A Alberto le gusta soñar. Normalmente sus sueños no se hacen realidad, pero esta vez será diferente. Esta vez ha decidido que quiere volar. 

La puerta está abierta. Un frío corriente de aire se filtra en el interior del piso, y con violencia acaricia su cara. Es una invitación. Da un paso. Otro más. Quizás un par más. Tiene que hacer un pequeño impulso. Sólo le queda un paso.

Sólo un paso.

A Alberto le gusta soñar.

Y sueña.

Negro. Todo es negro.

Y vuela.

Hasta que descubre que no tiene alas.


jueves, 7 de enero de 2016

Sobre la tolerancia

No se preocupe, esto no viene a ser uno de esos infantiles sermones en los que se dicta la indudable importancia de la tolerancia hacia al prójimo. Tampoco voy a engañarle, el tema es parecido. Pero mi misiva se acercaría más bien a la explicación de la mentada importancia. A el porqué de la tolerancia. Como siempre, resulta adecuado limitar la ambigüedad del término en cuestión. Entender tolerancia como resistir, soportar o llevar con paciencia una situación determinada (RAE) facilitará la comprensión del contenido presente en las siguientes líneas. Por lo tanto, es referente a su consideración como cualidad intrínseca, no como valor repercutible en el prójimo.

Enfocaré el repetido término en un ámbito particular: las discusiones. Esa clase de diálogo que surge de la oposición de ideas entre dos o más sujetos. En el plano teórico se espera que las partes argumenten ordenadamente sus razones a favor o en contra de determinadas creencias. Bien es sabido que la realidad se aleja de tal ideal, hasta el punto que hay quién confundiría discusión con pelea. En numerosas ocasiones el ímpetu, la convicción y la expresividad tienen más peso que el mismo juicio objetivo. Un momento, ¿qué tiene que ver la tolerancia con todo esto? Como suele ocurrir, las apariencias engañan. No viene de más decir que la tolerancia a las opiniones ajenas es un factor clave para optimizar el adecuado desarrollo de una discusión, pero por ahí no van los tiros. Me estoy enrollando más de lo que pretendía, así que iré al grano. El vínculo de la tolerancia con este contexto, o más bien uno de los vínculos, es la importancia de no dejarse llevar por la idiotez. Me explico. No es muy difícil llegar a conocer, en algún o algunos momentos de la vida, a ese clásico individuo de mente cerrada. Aquél que tiene sus propias certezas y opiniones, ¡y pobre del que lo contradiga! No vale la pena  tratar de argumentar con alguien así. El ignorante que no conoce su propia ignorancia. El idiota.

Imagine o recuerde una disputa dialéctica con un idiota. ¿Ha ido alguna vez en bicicleta estática? Puede que vislumbre una similitud. Discutir con un idiota es como ir en bicicleta estática. Requiere esfuerzo e imbuye cansancio, pero no lleva a ninguna parte. Me veo en la obligación de puntualizar que esta analogía no es de mi autoría. Dicho esto, el resultado de una discusión con tal sujeto se hace bastante obvio. O el idiota tiene la razón, o el idiota tiene la razón. Hay dos modos de proceder ante esta situación: tratar de convencerle de que no está en lo cierto o, simplemente, desistir. ¿Trataría usted de convencer a una piedra? Entonces la opción más eficaz y eficiente es la segunda. Lamentablemente, es muy fácil decantarse por la primera. Es frustrante tener que dar la razón a alguien que no la tiene, ¿verdad? Sin embargo, insistiendo en convencerle también se le está dando un tiempo que no merece. Saber abandonar una discusión cuando toca es un reflejo de madurez.

La relevancia de la tolerancia. Tener paciencia, ser frío y retirarse cuando toca. Contestando a un idiota se está rebajando a su nivel. No cometa un error: lo pagará con tiempo y enojo.